Aperitivo 1 de LAS HIJAS DEL MONSTRUO
—¿Te queda mucho? Se nos ha ocurrido dar una vuelta con las niñas para disfrutar del solecito. Así seguimos enseñándole a Nerea a montar en patines.
—Ahora tengo que volver a empezar. —Hace un gesto con la mano y señala el suelo mojado, que la abuela está pisando sin ninguna consideración—. Lo de los patines, podemos dejarlo para otro momento. A Nere no le gustan mucho y se siente insegura.
—Porque no practica lo suficiente. Es un poco patosa, pero le cogerá el tranquillo, igual que con la bicicleta. Emiliano y yo somos buenos maestros —afirma, con una risita un tanto molesta—. Prueba de ello es que, gracias a nosotros, las tres han aprendido todo lo que saben. Uy, si me disculpas, tengo que deshacerme del ajoblanco. Luego ya vuelves a darle una agüita.
La abuela cierra la puerta en las narices de mi madre, que se queda muy quieta en el pasillo, a oscuras. Me acerco despacio y entrelazo mis dedos con los suyos. Tras unos segundos en los que parece que ni siquiera respira, tira de mí con suavidad hasta el office.
—¿Te encuentras bien?
La calidez de su sonrisa podría competir con la del mismo sol. Aunque sea fingida, como la de ahora.
—Sí, cielo. ¿Y tú?
—El ajoblanco estaba vomitivo.
—Como siempre, vamos.
—Ajá.
—¿Quieres ponerte los dichosos patines?
—Prefiero que me saques una muela con tus pinzas de depilar. Sin anestesia.
Las carcajadas de mamá son lo mejor de este mundo. Lástima que cada vez cueste más conseguirlas. Y que duren tan poquito.
—Que si os han enseñado a comer, a hablar, a andar, a no mearos, a montar en bicicleta, en patines… Y yo, ¿qué? ¿He pasado los últimos dieciocho años en un balneario?
Le rodeo las caderas, aprieto los párpados con fuerza y atesoro este momento que, aunque triste, es solo nuestro.
—Mami, tu huella está por todas partes. Cuando crezcamos, nadie podrá dudar de quién nos hizo como somos.
Esta vez, cuando sonríe, con lágrimas en los ojos, es de verdad.
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