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  • Raquel Mingo

PUTO DÍA DE MIERDA

Estoy teniendo un día de perros.

Y con eso quiero decir un puto día de mierda.

Pero como soy una señorita, y mis queridos padres me han pagado una cara y exclusiva educación a costa de echar muchas horas en trabajos mal remunerados y aguantando a jefes que bien podrían haberse dedicado al tráfico de esclavos, lo dejo en un mal día a secas. Sin embargo tengo que morderme el moflete por dentro para no soltar un taco por ser tan repipi. Sobre todo cuando mi muy hinchado tobillo se me tuerce al intentar esquivar un enorme charco, en el que por supuesto termino metida con mis preciosos zapatos italianos de piel recién estrenados.

—¡La hostia pu… —Me siento en un banco de madera, aunque llego tarde a la audición, antes de darme cuenta de que está encharcado por las recientes lluvias, y suspiro –es eso o ponerme a gritar como una loca–, cuando la falda y las bragas se me calan hasta el punto de que estoy en un tris de quitarme las últimas y escurrirlas como si se tratara de la bayeta de la cocina después de pasarla por la encimera, tras haberme fregado toda la cristalería del ajuar de mi madre.

«¿Qué más puede salirme mal?» me pregunto, haciendo recuento de calamidades.

Primero Lucas, mi novio desde hace dos años, me suelta como si nada en la ducha –y mientras sale muy despacio de mi interior–, que se ha dado cuenta de que no nos entendemos, y que lo mejor es que cada uno haga su vida por separado.

Me le quedo mirando, ojiplática, aún resollando por el estupendo polvo que acabamos de echar, mientras él pone carita de perrito abandonado y sale del baño, sin más. Y como una perfecta subnormal no puedo quitar los ojos de ese pedazo de culo, pensando en que no habrá más revolcones mañaneros como aquel… La verdad, a mí me parece que le he entendido bastante bien cuando en medio de las atroces embestidas me ha gritado eso de: «¡Nena, me voy…!». Aunque a lo mejor es cierto que no le estaba pillando…

Cuando consigo salir de mi aturdimiento termino de ducharme, y ante la imposibilidad de reaccionar -a Dios gracias ese capullo integral ha desaparecido antes de que terminara en el baño- decido irme a desayunar a la cafetería de enfrente.

Por desgracia, la camarera que atiende ese día es Miranda, una jovencita inexperta y torpe donde las haya, y antes de poder pedir mi tostada integral y mi té verde sin azúcar y con una gotita de leche, ya me ha vertido media jarra de café en la blusa de seda color hueso, achicharrándome la delantera en el proceso, y poniendo cara de subnormal ante mi aullido de dolor en plan Chita. ¡Pero es que las tetas me arden, joder!

Por supuesto salgo de allí con el estómago vacío, la ropa hecha un desastre, y con unas ganas tremendas de darle una hostia a Miranda.

Vuelvo a subir al apartamento, rezando porque el impresentable de Lucas no haya vuelto con la excusa de recoger sus cosas, y me anoto mentalmente meter toda su mierda –sí, ahora es mierda–, en bolsas de basura, y llevarla a la iglesia en cuanto tenga un minuto.

Miro el reloj y maldigo, se me está echando el tiempo encima, y no puedo permitirme llegar tarde a la prueba. Necesito este trabajo a cualquier precio. Me cambio la camisa por otra rojo vino y sin ni siquiera abrochármela salgo pitando por la puerta.

El ascensor está parado en el quinto, así que mientras bajo los escalones de dos en dos me voy cerrando los diminutos botones de madreperla. Suspiro en el sexto, acordándome de la tía abuela con cataratas de la lerda de Miranda, cuando de repente me veo volando escaleras abajo, en una especie de salto mortal, aunque sin el estilo y la gracia de los jodidos acróbatas.

—¡Uffff…!

Durante un momento me quedo tendida en el descansillo de la tercera planta como una muñeca de trapo, los ojos cerrados y la respiración entrecortada, preguntándome si sigo viva o si por fin voy a cumplir mi sueño de conocer a Elvis. Pero las palpitaciones de la cabeza, y sobre todo el fuerte dolor en mi tobillo derecho me indican que mi ídolo tendrá que esperarme un poco más. O no, porque si continúo aquí tirada y con la posible conmoción que tengo…

Me levanto como puedo, gimiendo, gritando, maldiciendo, incluso llorando, y cuando el mareo pasa, salgo a la calle. El aire fresco ayuda a que me sienta mejor, junto con el café triple que pido en el Starbucks de al lado de casa.

La vendedora me mira raro, al igual que el del quiosco y varios transeúntes, pero no les hago ni caso, más que nada porque todo me da vueltas y tengo ganas de potar.

Al que sí que no puedo ignorar es a la bola de pelo blanco nuclear que parece olerme a un kilómetro de distancia, porque lo veo venir enfilado hacia mí, como un poseso, a pesar de su carita dulce y su cuerpecito esponjoso. Intento huir, subirme a algo, pero aquella cosa corre que se las pela, y cuando quiero darme cuenta lo tengo encima, literalmente, porque ese pervertido está montándoselo con mi pierna, como si su minúscula pichula le picara terriblemente y necesitara rascarse con furia contra algo. Véase mi pantorrilla.

—Puto chucho de los cojones… —murmuro dando patadas al aire en un intento infructuoso por quitarme al animal de encima. Infructuoso porque parece habérseme pegado al gemelo con Super Glue.

—¡Pompón! ¡Pompón! ¡No molestes a la señorita! —Durante un momento dejo de intentar mandar a ese degenerado a la mitad de la carretera, concretamente bajo uno de los coches que circula a más de cincuenta por hora. ¿La encopetada que se balancea sobre esos Manolos y que echa el bofe tras la estela de su perro acababa de llamar a ese cabroncete… Pompón?—. Lo siento —Se disculpa sin mucho énfasis, quiero creer que por la falta de aliento, poniéndole la correa que no debiera haberle quitado—. Ohhhh…

No quiero saber qué significa ese Ohhhh… pero por supuesto sigo su mirada y un «Joder» muy alto y claro sale de mis labios perfilados de rojo sangre cuando veo mis medias de cincuenta euros –bueno, solo la de la pierna izquierda–, con unas carreras tan largas y rectas que harían sollozar de placer a Fernando Alonso, quizá así ganara alguna carrera, el muy jodío.

—Me cago en… —Miro mi reloj— la madre que parió al puto perro. —Termino diciendo mientras paso por delante de la indignadísima dueña, a la que escuchó mascullar un «Pues no es para tanto». Giró la cabeza cual niña del Exorcista, y le echó un mal de ojo. Y debo hacerlo bien, porque aquella idiota se persigna.

Es tardísimo, y lo de volver por segunda vez a mi casa a por otras medias está descartado, así que como puedo corro a la parada de taxis más cercana, porque coger el metro es inviable.

Cuando llego me paro en seco, y me quedo mirando como una imbécil el espacio vacío, sin un solo coche blanco con la franja roja en la puerta delantera. ¿Desde cuándo no hay taxis en Madrid?

—Desde que están de huelga, guapa —responde un hombre a mi pregunta, la cual no me he dado cuenta de haber hecho en voz alta. Cuando me vuelvo hacia él con la boca aún abierta, este da un respingo y se aleja con mucha prisa y un «Retiro lo de guapa».

—Será cabrón…

Cierro los ojos un instante, pidiendo fuerzas a… la Virgen de la paciencia, el valor, el comedimiento, y un par de Bloody Marys fuertecitos al final del día. Por mi madre que soy muy devota a esa virgen en particular.

Tengo quince minutos de caminata, pero en las condiciones en las que está mi tobillo, que parece un paquete de arroz de dos kilos, tardaré al menos el doble. Y ya llego tarde.

Sopeso darme media vuelta, zamparme una docena de Donettes –vamos a ver, que esos mamoncetes son muy chiquitos–, subirme la moral con unos buenos copazos, y meterme en la cama hasta mañana, pero soy terca como una mula, y unas cuantas calamidades no van a poder conmigo, por lo que cojeando con unos tacones de diez centímetros arrastro como puedo mi metro setenta y dos por las calles del centro.

La primera gota aterriza en mi nariz, la cual levanto hacia el cielo para encontrarme unos negros nubarrones que prometen un apocalipsis inminente.


—Joder, joder, joder… —En el último joder un relámpago ilumina toda esa parte de la ciudad, para dar paso después a un impresionante trueno que me hace dar un respingo, y acto seguido empieza a llover—. No, no, no… —Consigo llegar a la marquesina de un autobús antes de que un chaparrón de mil demonios me deje calada hasta los huesos —«Jódete, fatalidad» grito en mi interior, con unas ganas tremendas de alzar el dedo corazón, pero creo que ya parezco una lunática sin más ayuda. De todos modos estoy inmovilizada aquí, junto a lo que parece medio Madrid, hacinados en la pequeña parada, mientras las manecillas del reloj siguen moviéndose—. Si no quitas la mano de ahí, suplicarás que te la corte. Y no me refiero a la mano. —Mi culo se ve liberado de inmediato, y como si fuera una señal, por fin escampa. Sin pensármelo, salgo de ese zulo y literalmente corro hacia la sala de conciertos, haciendo oídos sordos a los latigazos de mi tobillo, que ya me llegan casi a la rodilla.

Y aquí estoy, sentada en este banco mojado, con mis chorreantes bragas causándome una muy incómoda sensación en una delicada parte de mi anatomía, machacada, deprimida, y sin sentirme muy capaz de volver a levantarme en la vida.

Miro los enormes carteles a todo color que rodean la fachada, donde artistas a los que venero son presentados en letras de neón, y con un esfuerzo sobrehumano alzo el culo –empapado también–, y medio zigzagueando me dirijo a la puerta de personal.

—¿Qué cojones…? ¿Sofía, eres tú? —Este es el momento en el que comprendo las miradas incrédulas, asombradas, y asqueadas de unos y otros durante todo mi periplo.

—¿Tan mal? —Me limito a preguntarle a David, mi representante.

—Peor. No puedes presentarte así. Y ya llegas tres cuartos de hora tarde. He tenido que aducir que habías tenido un accidente de tráfico, y han ido pasando a las otras antes que a ti. Claro que con esa pinta lo del accidente colaría. —Dejo escapar una risa algo histérica.

—Menos eso me ha pasado de todo —La sonrisa desaparece y le miro, seria—. ¿Puedo disponer de unos minutos más? —Algo en mi mirada debe indicarle que estoy al límite de mis fuerzas, porque suspira y asiente.

—Te los conseguiré. Pero no tardes, solo quedan dos chicas. —Corro por el pasillo, directa al baño, y cuando entro pego un grito de espanto. Tengo pinta de… vagabunda, putilla, borrachuza, y drogadicta en pleno mono, todo junto.

Esto no tiene arreglo. Aún así me lavo la cara, para quitarme los manchurrones de rímel que me corren por las mejillas, y el resto de maquillaje apelmazado a causa de las lágrimas y la lluvia. También, con algo de agua y los dedos como peine, me arreglo como puedo el pelo, haciéndome un moño alto y apretado, que sé que favorece a mi rostro de pómulos afilados. Por supuesto me quito las destrozadas medias, y me limpio con papel higiénico mojado los zapatos, esforzándome en no pensar en lo que me han costado.

Me miro en el espejo y dejo escapar un sollozo. Parezco una niña, con el rostro lavado, y la ropa sucia y arrugada.

«Puta Miranda de los huevos, tan estúpida y con trabajo, y yo no voy a conseguir el mío a pesar de tener talento». Vale, una niña con una boca muy sucia.

—Toma —Pego un brinco tan grande que casi me engancho al fluorescente del techo. Me toco el pecho, donde creo que tengo el corazón, porque del susto en este momento debe estar en algún lugar de mi tráquea, y miro a la despampanante rubia en bragas y sujetador que me estudia con mirada compasiva. «Joder, ¿con esta pinta y se me insinúan las mujeres? ¡Chúpate esa, Juan!». La chica con pinta de supermodelo empieza a observarme con cara rara y es entonces que veo su ropa en la mano extendida hacia mí—. Tu amigo me ha pedido que te la preste. Somos de la misma talla, así que te quedará bien. También me ha dicho que como no te des prisa, puedes darte por jodida. —Mi aturullado cerebro tarda dos segundos en reaccionar. «David». En menos que canta un gallo me pongo el vestido, ajustado hasta cortarme la respiración. «Y se supone que tengo que cantar» me recuerdo, susurrando un gracias, lo máximo que soy capaz de hacer, a punto de desmayarse por asfixia. Con pasitos muy cortos me dirijo al escenario, pero aún así siento cómo el mareo va haciendo mella en mí. Joder con compartir la misma talla con la Barbie…

—Venga Sofí, acaba de salir la última, y después es tu turno. —Veo a David acercárseme, y algo en su expresión me obliga a ralentizar el paso hasta detenerme. En su mirada hay algo… algo en lo que no he reparado hasta ahora. Un brillo especial al mirarme, un anhelo, una caricia, una promesa… Parpadeo para aclararme. Coño, el golpetazo en la cabeza debe haber sido tremendo—. Estás preciosa. Y cuando te oigan cantar te los vas a meter en el bolsillo. Este trabajo es tuyo. —Pero no le escucho. Aún estoy inmersa en esos ojos verdes, que siguen mandándome un mensaje que hasta este momento no he entendido. ¿Porque mi relación con Lucas no me permitía ver más allá? ¿O porque David se ha mantenido en las sombras todo este tiempo? ¿Y por qué decide salir a la luz ahora? El vello de la nuca se me pone de punta, y sé que es… expectativa. Es un hombre guapísimo, alto, musculoso, varonil, y que yo sepa no tiene pareja desde hace demasiado tiempo. ¿Por qué? Entonces recuerdo a un par de amigos suyos…

—¿Te gustan las mujeres, David?

—¿Perdona, qué has dicho?

—Que si cuando te vas a jugar a la cama, buscas un chichi o una…

—Sí, sí, lo he pillado… —Me corta, con el entrecejo fruncido—. Lo que me descoloca es la pregunta en sí. No creo haberte dado motivos para dudar de mi sexualidad. ¿O es que si un tío no te pide follar mientras os están presentando es gay?

—Claro que no. Eso solo lo pienso si no me lo pide antes de despedirnos. —Esa sonrisa masculina con hoyuelos es tremendamente sexi, y yo una estúpida por permitir que estén a punto de caérseme las bragas solo por ser su destinaria. ¡Un momento, mis empapadísimas bragas se han quedado en el baño, con la Barbie!—. ¿Sabes que Lucas y yo ya no estamos juntos? —comento de pasada, mientras me aproximo a la cortina que delimita el escenario, esperando mi turno. Una mano coge mi muñeca, y me obliga a volverme.

—¿Ah, no? —susurra David, muy cerca de mis labios.

—No.

—Dos años, Sofí —dice, antes de besarme con la pasión retenida de esos veinticuatro largos meses. En este momento no se contiene. Me demuestra sin lugar a dudas lo que siente, lo que desea, lo que pretende de mí. Y pienso que puedo dárselo, que en efecto Lucas y yo no nos entendíamos, porque el sexo sin nada más en común no conforma una pareja. Sin embargo con David siempre me han unido tantas cosas… Nos parecemos mucho. Podemos pasarnos la tarde hablando de intrascendencias, o simplemente en un cómodo y agradable silencio. Siempre me gustó eso de él. «Aunque pienso averiguar qué tal se le da el sexo hoy mismo» me prometo, apretándome contra él, mientras entrelazo mi lengua a la suya, y jadeo buscando aire. «Puñetero vestido el de la Barbie».

—¡Sofía Núñez de Arenas! —Aprieto las caderas contra el notable bulto de mi representante, y gimo en respuesta a las increíbles sensaciones que ese simple gesto me produce— ¡Sofía Núñez de Arenas!

—Esa eres tú.

—¿Hummm? Ah, sí —Le miro, quizás por primera vez en mi vida. Al menos de este modo—. ¿Me esperarás? —Sus ojos son intensos, paralizantes.

—Siempre.

Esa mañana hice la actuación de mi vida. Y conseguí el trabajo.

Unos meses después me convertí en un icono de la música, desbancando de la lista de los más vendidos a artistas como Beyoncé, Jennifer López o Taylor Swift.

Aquel puto día de mierda pasó a ser uno de mis recuerdos más preciados.

Uy, perdón, ese mal día a secas, queridos papá y mamá.

Joder con la buena educación de los cojones, hostia.


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