- Raquel Mingo
QUERIDOS REYES MAGOS: ESTA NAVIDAD SOLO QUIERO AMOR

—Abrígate bien, cielo. Hoy hace mucho frío. —Mi pequeña tiene la nariz y las mejillas rojas y tiembla como una hoja, a pesar de llevar más capas de ropa que una cebolla, pero sonríe, feliz y emocionada. La razón, es cinco de enero, el día previo a que las ilusiones de millones de niños se hagan realidad.
—¿Vendrás pronto, mami? —Una sombra oscurece mi mirada, fiel reflejo del puño que estruja mi corazón. Odio el poco tiempo que podemos pasar juntas y la sensación de estar haciéndolo todo mal. De nuevo, ese sentimiento de impotencia tan familiar se apodera de mí cuando veo la tristeza que comienza a reflejarse en sus preciosos ojos grises, en anticipación a mi respuesta. Ella se conforma con muy poco y sin embargo yo apenas le doy unas migajas.
—Lo intentaré, aunque ya sabes cómo es mi jefe. No le gustan estas fechas, así que no quiere entender que el resto del mundo tenga espíritu navideño.
—¿Y… las carrozas? —pregunta con labios temblorosos. Me trago un suspiro junto con un torrente de lágrimas. Otro maldito año que voy a fallarle. «Y si solo fuera con esto…». Parpadeo varias veces y fuerzo una sonrisa digna del mejor político en época de elecciones mientras le remeto el rubio pelo por debajo del precioso gorrito rosa a juego con el abrigo de lana. Está en la edad del rosa y yo empiezo a sentir nauseas cada vez que me topo con uno de los casi ilimitados tonos que existen de ese color.
—No podré salir a tiempo. Te llevará la abu y cuando terminéis tendré lista la merienda. De camino a casa compraré un roscón de nata en esa pastelería que tanto te gusta y haré chocolate caliente. ¿Qué te parece, cariño? —Me mira en silencio. Sé que no es lo que quiere pero hemos vivido esta escena infinidad de veces—. Por favor… —ruego con un suave golpecito en su nariz helada, ocultando la verdadera súplica en una mueca divertida, a punto de romperme.
—Vale, mami —Me echa los bracitos al cuello y se aprieta fuerte contra mí. La estrujo cuanto puedo con los ojos cerrados y aspiro su aroma único y tranquilizador. A amor puro, limpio e infinito. A inocencia y esperanza. A luz y calor.
—Y mañana cuando te levantes seguro que los Reyes Magos habrán dejado algunas sorpresas para ti. —Como esperaba sus ojos se iluminan y esa preciosa sonrisa de dientes mellados me acaricia el corazón.
—Si no hay nada bajo el árbol no me importará. —Frunzo el ceño ante su extraña respuesta.
—¿Qué quieres decir, tesoro?

—Que prefiero que me traigan lo que pedí en la segunda carta.
—¿Qué segunda carta?
—La que escribí con la abuela —Ay Dios, ¿hay otra carta? ¿Y qué pone? Porque ni tengo dinero ni tiempo para más compras. Su risa cantarina atraviesa la mañana y me arranca una sonrisa, a pesar de la situación—. Tranquila, mami, los Reyes se encargarán. —«Espero que la que se encargue sea tu abuela, porque si no estamos apañadas». Le doy un beso grande y otro achuchón antes de incorporarme.
—Tengo que irme, cielo. Te veo esta tarde.
—Vale. Cogeremos muchas chuches para ti. —Y con esa promesa en los labios sale corriendo hacia el Renault Captur de mi madre, que acaba de aparcar y se baja de inmediato para montarla en la silla.
La saludo con la mano porque no tengo tiempo para nada más si no quiero llegar tarde y me apresuro hacia el garaje, mentalizada a pasarme el día encerrada en un despacho oscuro y claustrofóbico.
Diez horas, un mal humor de campeonato y una jaqueca más tarde, me saco los zapatos a puntapiés y me tiro en el sofá de casa con un gemido angustioso, bajo solemne promesa de descansar solo dos minutos. Tengo que cambiarme y preparar el chocolate para cuando vengan las chicas.
El timbre acaba con el tiempo de relax y me dirijo al insistente sonido pensando que es demasiado pronto para que estén de vuelta. La cabalgata aún debe estar en pleno apogeo.
Me quedo mirando a la persona al otro lado de la puerta como si viera a un fantasma y siento que me falta el aire. Me agarro al marco, incluso clavo las uñas en la madera, como si necesitara esa dosis de realidad para convencerme de que no estoy soñando.
—Raquel. —Esa voz. Cinco años sin escucharla. Y parece que fuera ayer cuando susurraba palabras de amor en mi oído. Unas palabras que se clavaron con la fuerza y profundidad de un cuchillo el día que lo vi por última vez.
—¿Qué haces aquí? —Mi propia voz sueña extraña, parece que saliera de un lugar frío, oscuro y muy profundo. «Del abismo en el que te dejó su huída».
—Luchar. —Esas seis letras rebosan una seguridad que habría necesitado hace mucho tiempo. Ahora, sin embargo, me asusta escucharlas.
—No sé cómo me has encontrado pero te pido que te que vayas. —Intento cerrar, no obstante su mano, con muy poco esfuerzo, me lo impide. Sus ojos, serios y tristes, me hablan desde los pocos metros que nos separan, solo que no quiero escuchar nada de lo que haya venido a decirme.
—Lo único que te pido son unos minutos de tu tiempo y que me dejes explicarme. Después prometo marcharme —Quiero decirle que no, de hecho quiero escupírselo. Tenerle enfrente duele y es un dolor tan grande, tan profundo y lacerante, que me cuesta no dejarme caer al suelo y gritar. Me cuesta hasta respirar. Sin embargo me basta un breve vistazo al reloj de pared para cerciorarme de que se me acaba el tiempo. Me aparto y le dejo pasar, rezando porque no sea otra equivocación más en esa larga lista con la que no dejo de fustigarme por las noches. Le llevo al salón y se queda allí de pie, como si no supiera muy bien qué hacer a continuación. Yo me dirijo a la ventana y me concentro en lo que ocurre fuera. Observo a las parejas paseando cogidas de la mano, a pesar del frío y el encantador bullicio que cada año embarga este día. Hay un aire festivo en el ambiente que choca con la cargada atmósfera de esta sala—. Lo siento —oigo a mi espalda y a pesar de ser una disculpa que además he ansiado escuchar cientos de veces la siento como un insulto.
—¿Qué es lo que sientes, Roberto? —pregunto sin mirarle. Nuestros ojos se enfrentan a través del cristal, los suyos suplicantes y cautos, los míos… enfadados y marchitos.
—Haber sido un estúpido, un cobarde, un inmaduro. No haberte valorado más. Haber crecido tan despacio. Pero sobre todo, haber tardado tanto en encontrarte —Me giro hacia él con una muda pregunta bailando en mis pupilas—. Llevo más de tres años buscándote sin descanso —admite en tono cansado.
—Eso son dos años tarde —acuso.

—Kell…
—No me llames así. —Su suspiro no me enternece, al contrario.
—Sé que lo hice mal. Nos enamoramos con dieciocho años, no nos paramos a pensar, nunca hicimos planes más allá del presente y de pronto tenía que tomar una decisión trascendental para mi vida…
—Te marchaste y me olvidaste —Le recuerdo.
—Te pedí que vinieras conmigo…
—Me pediste que abandonara todo lo que me importaba —mi familia, mis amigos, mi entorno, mis propios estudios—, para seguirte, porque lo único que te importaba a ti era ese maldito trabajo.
—Era una oportunidad de oro, Raquel. Acababa de terminar la carrera y me llamaron de Londres. Sabías que soñaba con un puesto como ese.
—Me sé la historia. También era mía —Bajo la mirada al suelo para ocultar las traicioneras lágrimas que quieren desbordarse como una presa obstinadamente contenida durante demasiado tiempo. Inspiro y le enfrento de nuevo—. Lo deseabas tanto que lo antepusiste a nosotros —susurro, porque sigue doliendo igual que entonces. Levanta las manos en gesto impotente.
—¿Qué hubieras hecho en mi lugar? ¿Si te hubieran llamado de París para pintar y exponer allí? —No le dejo ver lo que me causan sus palabras porque esa herida nunca ha cerrado. Aunque en mi presente tengo algo mucho más grande que unos cuadros con mi nombre en una esquina.
—Te habría elegido a ti. —Mi seguridad le sorprende, puedo verlo en sus ojos. También le hiere. Porque sabe que es cierto—. Me alegro de no haber tenido la oportunidad de comprobarlo porque me habría arrepentido toda la vida de esa decisión.