top of page
  • Raquel Mingo

RENOVARSE O MORIR


Natalia estaba parada como un pasmarote frente al lineal, sin ver en realidad lo que se exponía en las baldas blancas, y ajena a las miradas curiosas que suscitaba en algunos de los compradores que pasaban por su lado.

No dejaba de pensar en que hacía dos meses que Alfonsín —en ese momento le pareció un apelativo de lo más tonto—, la había abandonado, tras cuatro años de noviazgo serio y sin tropiezos, y a tan solo seis meses de la boda.

Sin embargo lo que rondaba su mente en ese preciso instante eran las palabras de su amiga Carlota: «¿Pero cómo no iba a plantarte, alma cántara, si lo más arriesgado que hacíais en la cama era besaros con la luz encendida? Si al menos hubieses probado a hacerte la depilación brasileña… Tienes que renovarte o morir. Probar cosas nuevas, ser sexi, desinhibida. Empieza por contestar cuando un hombre te diga hola en la cola del supermercado, mujer».

Cata era así, descarada y sin complejos. Y sin pelos sobrantes.

Bueno, lo de la depilación lo había solucionado el día anterior –aquello había resultado una experiencia casi religiosa–, y el siguiente paso la había llevado frente a los expositores de lubricantes, intentando cerrar la boca, atónita por la cantidad y la variedad.

—Doy fe de que el de fresa y vino es sublime. —La voz que se coló en su oído le hizo dar un respingo. Se giró, dispuesta a soltarle un buen sopapo a ese pervertido, y se quedó mirando embobada al tipo más increíblemente… perfecto que hubiese visto nunca. Y una de sus mayores dudas existenciales se aclaró. Esos hombres existían en la vida real. Entonces recordó dónde estaba y lo que había estado mirando como si quisiera aprenderse los ingredientes uno a uno y se sintió morir de la vergüenza. Sobre todo cuando notó cómo las mejillas se le iban poniendo de ese tono escarlata que tan poco la favorecía.

—¿En serio? Me temo que yo soy más de… Nieve afrodisiaca, Champagne o Piruleta —Rebatió, mientras recordaba a la desesperada algunos de los ridículos sabores que le habían llamado la atención minutos antes. La sonrisa divertida que tironeó de los labios masculinos no le dio pista alguna sobre si le había impresionado o estaba haciendo el ridículo, pero las burlonas palabras de Cata seguían resonando en su cabeza como una letanía.

Le vio echar un vistazo a su carro, donde llevaba una buena selección de artículos: dos cajas de preservativos –talla XL, porque siempre había pecado de optimismo–, un consolador en un fuerte tono rosa –fue lo primero que le “ordenó” adquirir Carlota, «más prioritario que la comida, amiga»–, y como aquello parecía tan importante, también echó otro pequeñito que imaginó que era para situaciones desesperadas, por lo que pensaba ponerle una argolla y añadirlo a las llaves de casa.

En ese momento miró de soslayo los artículos esparcidos entre el resto de la compra y se dio un par de collejas mentales. «Este adonis va a pensar que soy una obsesa sexual».

—Ya veo. ¿Separada? —«Tierra, trágame» pensó, abatida. Sin embargo alzó el mentón, recogió los trocitos de su destrozado orgullo, y mirándole a los ojos consiguió que la voz le saliera firme al contestar.

—Plantada. —Se marchó despacio y muy recta, empujando su carrito, aguantando las ganas de llorar, hasta que salió de aquel pasillo. Incluso consiguió recorrer otros dos antes de pararse, apoyar el peso de su cuerpo en aquel armatoste al que siempre se le trababan las ruedas, y respirar hondo varias veces.

Alfonsí… Alfonso era un sinvergüenza, lo había asimilado, y con el tiempo conseguiría reconciliarse con la idea de que si la había querido, hacía mucho que ese sentimiento se había esfumado. Por su parte, tardaría algo más en olvidar esos cuatro años, aunque debía reconocer que si bien no lo había visto venir, las señales habían ido llegando poco a poco.

¿Pero a quién quería engañar? Ella no era como Cata, no creía que un clavo sacase a otro clavo. Y por supuesto, no iba a salir a la calle a buscarse un semental que le enseñase a usar todos esos cachivaches…

Con disimulo fue dejando los preservativos –XL, por Dios–, los consoladores –el de bolso casi se lo quedó, aunque fuese para darse masajes en los pies–, y la enorme selección de lubricantes, ¿en serio sabría a nube?.

Con el resto de la compra, que no parecía nada atrayente en ese momento, se dirigió a la caja. Cuando pagó y metió cada cosa en su correspondiente bolsa estaba agotada, detestaba esa parte en la que uno tenía que guardarlo todo corriendo porque la cajera ya estaba llamando al siguiente cliente, sin esperar a que el anterior hubiera terminado. Con paso cansado se dirigió al parking.

—¡Señorita! ¡Disculpe, señorita! —Se dio la vuelta, intentando recordar si se había dejado algo en la caja. En efecto, una empleada venía corriendo hacia ella con una bolsa en la mano—. Esto es suyo —dijo, tendiéndosela. La cogió y miró en su interior. El jadeo de sorpresa que soltó tenía toda la razón de ser. Y el rojo fuego que se extendió desde su escote hasta la raíz de su cabello también. Ahí estaban los dichosos lubricantes, los condones —sí, XL, maldición–, y los… bueno, esos también. Ains… el pequeñín incluido.

Miró a la sonriente dependienta, que o no tenía ni idea de lo que había tenido en las manos o en ese Carrefour daban una formación impresionante.

—Esto… no es mío. —La sonrisa Profident se tambaleó un poco.

—El caballero dijo que sí. Que se lo entregáramos, que era para usted.

—¿Un hombre? —preguntó la joven, con un nudo en la garganta.

—Ah, espere, también tenía que darle esto. Puede que lo aclare todo. —Cogió el papel por inercia, sin percatarse apenas de que la mujer se marchaba, con seguridad queriendo desentenderse del problema. Abrió la hoja y después de leerla tres veces, siguió ahí estática, como atontada.


«Deberías dar gracias de haberte deshecho de un imbécil incapaz de ver la preciosa y original flor que tiene y que no valora.

En cuanto a mí, estaré encantado de enseñarte a usar tus nuevos juguetes, así como de desarrollar tus gustos culinarios. Se ve a la legua que aquel lineal te quedaba grande, pero te prometo que será un placer mutuo ampliar tus conocimientos.

A propósito, la talla puede que me quede un poco justa, pero nos las arreglaremos».


—¿Qué opinas? —Escuchó aquella voz susurrante por segunda vez junto a su oído.

79 visualizaciones
Entradas destacadas
Entradas recientes
bottom of page