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  • Raquel Mingo

PRIMERA Y ÚLTIMA CITA


Juanjo levantó la vista del examen que estaba corrigiendo y se quedó mirando embobado el cielo plomizo de Madrid.


No podía concentrarse, y la culpa la tenía María, cómo no.


Aquella rubia bajita y curvilínea que se le llevaba insinuando las últimas dos semanas y que no aceptaba un no por respuesta le tenía a maltraer.


No era que no le gustara. De hecho estaba hechizado, fascinado, bizco de tanto mirarla por encima de las gafas de cerca, siguiéndola con mirada hambrienta por la universidad como un vulgar mirón.


Pero era un tipo normal y corriente, demasiado alto, demasiado delgado, demasiado tímido, demasiado sombrío… Y ella era luz y color.


Era risas donde él solo veía llanto, era esperanza donde él rezumaba desolación, era rebeldía y caos donde él solo seguía normas y estricto orden.


Era… ella. Simplemente ella.


En ese momento, mientras las densas nubes se desplazaban con lentitud agónica por el cielo cada vez más negro, se preguntó, de nuevo, por qué demonios había aceptado verla al día siguiente.


Aquella mujer iba a comérselo vivo, entre parpadeo y parpadeo de sus larguísimas pestañas, y él ni siquiera iba a verlo venir porque estaría obnubilado con su sonrisa y sus labios pintados, imaginando que le comía la boca en plena calle, frente a todos los estudiantes.


Y sería tan bueno…


Se pasó los dedos por los labios, porque sentía los femeninos, suaves y dúctiles, posados sobre los suyos, reclamando algo que no se atrevía a ponerle nombre.


Porque no era solo deseo.


No se trataba únicamente de compañía.


Ella tenía algo. Algo que la hacía especial.


Y él quería más de ese algo.


Aunque aquella fuese la primera y última cita.

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