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  • Raquel Mingo

DEL SOFÁ A LAS OLIMPIADAS (+ O -)


Mujer agotada en el gimnasio

Aghhh...

Me muero... De verdad...

Me duele TODO. TOODO. Y ni siquiera tengo que esperar a las tan temidas agujetas. Nada más llegar a casa, ya tengo el lumbago en trocitos. Y los pies destrozados.

Pero empecemos por el principio...

Vestimenta oficial: chandal, of course (qué horror, Diosdemividaydemicorazon). Que será muy práctico y todo lo que tú quieras, pero tiene tanto glamur como unas bragas de algodón. Las cosas como son.

Playeras nuevas, muy cómodas cuando me las probé pero la madre que las... A los dos minutos de llevarlas puestas, esa lengüeta tan delgada no protege los laterales. Creo que a la vuelta habré tenido que elegir entre ellas o mis pobres pies. ¡Qué puto dolor, mamá! ¡Si aún no he salido de casa! ¿Qué hago, me voy en sandalias? Pues no, claro, que las zapatillas me han costado una pasta.

Llegamos, nos apuntamos y preguntamos por el monitor de sala. Meehhh... Al parecer, Constantin se deja caer cuando le viene en gana; lo que se traduce en unos tres cuartitos de hora al día (¿dónde se echa el currículum para optar a este puesto? Porque me interesa. Mucho).

¿Y a nosotros quién nos enseña para qué sirven las máquinas y cómo se utilizan? Porque hay un huevo y no las hemos visto en la vida. Ah, espera, que me dicen que si no las usas correctamente te puedes lesionar. Pfff...

Vale, ¿y si empezamos por algo fácil, como la cinta de andar? Pablo y yo elegimos dos junto a la salida de emergencia, lejos del bullicio y la gente. Vamos, que de estar permitido, las movemos al aparcamiento. Lo de antisocial es hereditario, que lo sepáis. Avalado por los médicos.

Cuarenta y cinco minutos a velocidad de tortuga. Un kilómetro setecientos metros. Esa es mi victoria de hoy.

Mi hijo, como es natural, incluso corre un rato, casi cuatro kilómetros (no todos corriendo, incluso lo pesco a tiempo de evitar que clave los piños en la consola de mandos. Y, sí, me descojono de lo lindo, porque no para de echarme en cara que soy una abuela y que lo hace mucho mejor que yo. Que se le olvidan al chaval los treinta y un años de diferencia entre ambos, los mismos que hace que no practico ningún deporte).

Hablando de diferencias. Pablo se ventila su botella de agua y la mitad de la mía. Y, si por un casual, se quedan sin agua en la piscina de abajo, con su camiseta podemos rellenarla en un pispás. No he visto a nadie sudar tanto como a él. Qué ascazo más grande.

A la hora de salir, reunimos toda la dignidad que nos queda (un tres por ciento, más menos) y fingimos que la experiencia ha sido la leche. Por suerte, el coche está cerca. Allí lloramos un poquito (bueno, no, pero porque no nos quedan fuerzas) y, el resto de la tarde, salvo para ducharnos, no nos movemos del sofá (nota mental: recordad comprar dos orinales la próxima vez que salgamos).

Yo soy la primera a la que le asalta un pensamiento angustioso y terrorífico.

¿¡Mañana hay que volver!?




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