top of page
  • Raquel Mingo

VALOR PARA DECIR ADIÓS


Mía alzó la mirada y se encontró de frente con sus ojos marrones, tan sorprendidos como los suyos.

Las posibilidades de cruzarse en una ciudad tan grande como Barcelona, sin saber el uno del otro, eran bastante remotas, y sin embargo allí estaban, observándose con intensidad y desconfianza.

—Mía… —La joven cogió su bolso y el libro que había estado leyendo, olvidada ya la entretenida historia de la comuna hippie y la abogada acomplejada, del conocido escritor Antonio Sánchez, que la había mantenido tan subyugada que le había impedido verle acercarse. Sintió sus cálidos dedos posarse con cuidado sobre su brazo, piel con piel, despertando tal miríada de recuerdos que por un momento se quedó sin aire. Las risas, las bromas, las conversaciones subidas de tono, aquel sarcasmo juguetón tan difícil de encontrar, las miradas tiernas y las provocativas, los abrazos que consolaban el alma, las caricias ardientes, los momentos de ánimo, cuando alguno de los dos no sabía cómo continuar. Y los besos. Aquellos besos largos y profundos que nunca había podido disfrutar con nadie más. Cada recuerdo fue un aguijonazo en su pecho. Porque todo había sido una patraña—. Por favor, déjame explicarte. No es lo que crees.

—¿Y qué piensas que creo? —Escuchó su propia amargura, la rabia, el dolor escondido, pero sentía la traición en cada poro de su piel, aunque se hubiera acostumbrado a vivir sin él.

—Que te abandoné. —Parecía pesaroso. Triste y perdido.

—Tu silencio fue más expresivo que cien discursos. Y entendí, Roberto. Entendí que no me querías a tu lado. Que en esa época de tu vida andabas aburrido, y buscaste una distracción. Una con piernas largas, melena caoba, y profundos ojos verdes —Le escupió echando fuego por esos mismos ojos, recordando sus palabras, susurradas casi siempre después de hacer el amor, agotados y sudorosos. Y le molestó que aquello aún doliese.

—No es… —Ella negó con la cabeza, mientras comenzaba a alejarse de espaldas, mirándole por última vez.

—No me importa. Ahora te veo. Veo tu mezquindad, tu cobardía, y tu engaño.

—¡Nunca te mentí! —Bramó furioso, porque siempre se había enfadado cuando hablaban de embustes.

—¡Por supuesto que sí! —Gritó a su vez, deteniéndose—. El hombre que yo conocí nunca hubiera actuado como tú. Habría dado la cara, me habría dicho que se acabó como todo un señor. No habría dejado que el tiempo y el silencio hicieran el trabajo sucio. Lo nuestro… nunca existió.

—No… —Roberto se agarró la cabeza con las dos manos, vencido.

—Sigue con la cabeza enterrada en la arena, y algún día no serás capaz ni de mirarte al espejo. —Se marchó, parte del dolor abandonado en aquel parque, junto a ese chico que no supo luchar por lo que quería.

Porque por fin había tenido la oportunidad de decirle lo que pensaba de él.


31 visualizaciones
Entradas destacadas
Entradas recientes
bottom of page