- Raquel Mingo
ESE RINCÓN DE LA TOSCANA DONDE ME ENCONTRÉ Y TE PERDÍ

La Toscana
Doy un sorbo a mi copa de whisky y hago una mueca ante el sabor fuerte y terroso de la bebida. Nunca conseguiré que me guste, ni esa ni ninguna otra, y aunque recuerdo perfectamente cuando prefería un té verde a esta porquería, la infusión no tiene su poder calmante. Tampoco me ayuda a olvidar.
Ver el atardecer no me hace ningún bien y, sin embargo, desde que llegué no me he movido de la cristalera del salón, de hecho es posible que ni siquiera haya parpadeado, mi atención dividida entre la exuberancia de colores que conforma el cielo y la piscina, que se afana en reproducirlos sobre su plácida agua.
La belleza del momento tiene mucho que ver con mi abstracción, sin embargo sé que también estoy siendo cobarde. Da igual donde mire. Cualquier rincón de esta casa me recuerda a él. Y si me doy la vuelta…
Mi sonrisa es triste e irónica, porque basta que haya pensado en ello para que sin querer hacerlo mis pies se muevan solos y me encuentre frente a la chimenea, y no puedo evitar el tropel de recuerdos que he intentado evitar con todas mis fuerzas desde que abrí la gruesa puerta que, de nuevo y contra todo pronóstico, se deslizó sin un solo ruido de protesta, a pesar de los años y el evidente desuso.
5 meses antes
Apago el motor y me quedo absorta en el paisaje que se extiende frente a mis asombrados ojos. Dios mío… El viaje hasta aquí ha sido alucinante pero esto… Las alborozadas explicaciones de Jano durante nuestras conversaciones telefónicas no me han preparado para toda esta magnificencia. Los intensos verdes, los profundos marrones y los vibrantes naranjas conforman un lienzo magnífico, haciendo que todo parezca vivo, en consonancia con mis emociones.
Durante el camino me he preguntado docenas de veces si estaba haciendo lo correcto al aceptar su proposición. Y en cada ocasión la respuesta ha sido la misma: «Estás loca». Y aún así he venido. Porque a pesar del miedo y las dudas una emoción prevalece sobre el resto. Volver a verle.

Salgo del coche de alquiler y me dirijo hacia la casa. Es… maravillosa. Ni muy grande ni muy pequeña, perfecta para dos personas que tuvieron una historia en otra vida y que han vuelto a encontrarse tras años de silencio.
Lo que quiero decir es que el plan es pasar todo el fin de semana juntos pero si me agobio, aquí hay espacio de sobra para encontrar mi lugar. Y él sabe que es fácil que me sienta acorralada y necesite volver a mi zona de confort.
Las llaves están donde me dijo, en el macetero de la derecha de la entrada y sonrío por la candidez del gesto. En esta parte del mundo no tienen miedo de los delincuentes…
El interior está fresco y huele a cera y limón. Me encanta, sobre todo la chimenea del salón. Estoy segura de que Jano va a encenderla en cuanto llegue y me lo imagino disfrutando como un niño mientras trastea con ella. Los muebles son pesados, macizos y rústicos, y encajan a la perfección con las vigas de madera del techo. Le echo un vistazo a la cocina, es antigua, o vintage, como le dicen ahora a todo lo que tiene cierta edad, de madera oscura, aunque los electrodomésticos son recientes. No tardo en buscar lo necesario para hacerme un té y cuando pongo el agua a calentar me pregunto cómo será la planta superior.

Los escalones crujen bajo mi peso y hasta eso me gusta, claro que hoy no creo que pueda molestarme nada, salvo que no aparezca. Aparte del baño hay dos habitaciones, una pequeña y muy bonita y la principal, con una cama enorme con dosel de caoba y cortinas blancas. Decido dejar la bolsa con mis cosas en la primera pero no puedo resistirme a perder la mirada en la nívea colcha de la otra e imaginar las cortinas echadas, convirtiendo ese espacio en un lugar especial e íntimo…
Bajo las escaleras corriendo para borrar de mi mente esos pensamientos y termino de prepararme la infusión. Con la taza en las manos salgo a la parte trasera y ahogo una exclamación cuando contemplo extasiada cómo la hermosa puesta de sol se refleja en el agua cristalina de la pequeña piscina, sin acabar de creerme que esto sea verdad.
¡Por Dios, estoy en una preciosísima casa de la Toscana esperando que llegue un hombre maravilloso al que llevo meses conociendo a través de las redes y de llamadas que se alargan durante horas!
Por supuesto, estoy asustada. Mucho. Demasiado. Tengo tanto miedo de que me haya idealizado, de que crea que sigo siendo la muchacha díscola y aventurera de años atrás, de que no le guste en lo que me he convertido, de que me mire a los ojos y ya no le parezca un ángel sino un monstruo, de que piense que ahora no soy tan guapa ni vea mi cuerpo tan estilizado ni proporcionado… En fin, lo que me preocupa es que me haya derribado del pedestal en el que me puso cuando éramos jóvenes y la Ainhoa de hoy pierda tanto en la comparación que nuestra incipiente relación no se recupere. Es una estupidez, lo sé, pero tengo celos de mí misma. Y muchas dudas. Aunque me da que las voy a despejar en un momento.
Me giro despacio y le encuentro apoyado en el marco de la puerta, con una sonrisa que desborda sinceridad y placer.
—Hola, ojazos —saluda mientras se separa de la madera y viene hacia mí.
—Alejandro —susurro y corro a su encuentro, olvidadas todas las inseguridades.
Nos encontramos a mitad de camino y sus brazos me rodean con fuerza, como si una vez allí no quisiera que fuera a otra parte jamás.
—No te haces una idea de las ganas que tenía de hacer esto.
Y yo.
