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  • Raquel Mingo

ME MARCHO, PORQUE QUEDARSE DUELE


—Aitana —El asombro era evidente en la voz del hombre, aunque se apresuró a envolverla en un cálido abrazo, antes de rozar sus labios en un beso fugaz—. ¿No deberías estar en el bufete a estas horas? ¿O has aprovechado el final de un juicio para venir a verme?

—Hoy no he ido a trabajar. —Él frunció el ceño y se apartó un poco, para observarla.

—¿Estás enferma? —La joven le miró un rato en silencio, en un ejercicio de concentración, esforzándose por recordarle justo como estaba en ese instante.

—He venido a despedirme, Jorge.

—¿A… despedirte? —Su confusión era más que evidente, incluso se había quedado pálido. Asintió, dilatando el momento de la separación unos segundos más.

—Me marcho. —«No puedo hacerlo». El pánico le atenazó las entrañas, y tuvo que repetirse las razones que se había expuesto mil veces antes de ir a buscarle para no echar a correr.

—¿Adónde?

—Donde tú no estés. —El rictus de dolor que su declaración causó en el rostro masculino casi acabó con su determinación, pero consiguió sacar fuerzas de flaqueza y ser fiel a sí misma.

—Entiendo.

—No, no lo haces. Por eso te he escrito esto —Sacó un sobre alargado color crema del bolso y se lo tendió. Él lo cogió por inercia, todavía sin comprender lo que estaba sucediendo, y alzó sus bonitos ojos marrones, del color de las castañas, hacia ella—. Espera a que me haya ido, ¿quieres? Si lo he puesto en palabras es porque me falta valor para decírtelo en persona.

—¿Decirme qué, Ina?

—El porqué de mí. —Le observó tragar, nervioso, la emoción contenida en su semblante, la desesperación de su mirada concentrada. Y las imágines de los últimos meses juntos, repletas de carcajadas, calor, bromas, intimidad y dicha la abrumaron. El recuerdo de sus cuerpos entrelazados bajo unas sábanas revueltas y sudadas, aquellos besos largos y atormentados, que siempre parecieron decir algo que sus dueños no se atrevían a poner en palabras, las caricias desesperadas que expresaban necesidad y apremio por vivirlo todo en unos pocos segundos, como si el mañana diera miedo… Supo que estaba a punto de desmoronarse, y no pudo soportar que sus últimos instantes estuvieran teñidos de aquel sabor agridulce. Parpadeó varias veces y esbozó una sonrisa descolorida—. Tengo que irme, mi avión sale en dos horas.

—Avión… Te marchas lejos. —No contestó. No podía decirle que ninguna distancia sería lo suficientemente lejos para borrar el dolor, para olvidar su marca. Se acercó, y poniéndose de puntillas le besó en la mejilla, manteniendo los labios pegados a su cálida piel durante unos interminables segundos, con el aroma de su masculina colonia envolviéndolos. Tan familiar, tan… él.

—Cuídate, Jorge. Y recuerda que para mí lo eres todo. —Le sintió encogerse. Apenas duró un latido, pero sí lo suficiente como para que supiera que había tocado hueso.

No le miró mientras le daba la espalda, ni se giró una última vez antes de marcharse para siempre, consciente de que huía del hombre de su vida.

Jorge observó, paralizado, cómo su chica se perdía entre los edificios y la masa humana de personas que llenaba las calles.

Cuando ya no pudo localizarla, buscó algo a lo que agarrarse, cualquier cosa que le sirviera de apoyo para no caer de bruces en la acera. Sentía las piernas de gelatina, y sin embargo, cosa curiosa, el corazón parecía de hormigón, pesado, duro, frío. Muerto. Lo que no explicaba que le doliera tanto. El pequeño pivote para evitar que los coches se subieran a la acera le ayudó a mantener el equilibrio, y se sentó en él, aún con la mente bloqueada. Se llevó las manos a la cabeza, en un gesto instintivo de nerviosismo, y fue entonces cuando recayó en el sobre de Aitana. Lo rasgó con impaciencia y suspiró ante la femenina letra que se extendía ante sus ojos, tan pulcra y profesional.


Decirte adiós es lo más duro que he hecho en mi vida.

Y sin embargo es necesario si quiero salvarme.

No hay nada en el mundo que no haría por ti, ningún sacrificio que no estuviera dispuesta a llevar a cabo en nombre de este amor, ningún precio que no pagase gustosa por ser feliz a tu lado, salvo perderme a mí misma en una lucha sin sentido por intentar a llegar a ti.

Tú lo quieres todo de mí, mi cuerpo, mi corazón, mi alma incluso. Mis pensamientos más profundos y privados, mis sueños, mi alegría y mis lágrimas, mi dolor.

Pero a cambio me ofreces un pedazo muy pequeño de ti. Y es el que menos me gusta.

Solo las risas, los buenos momentos, la cara bonita del mundo.



El lado oscuro, tus miedos, tus inquietudes, tus dudas, tu sufrimiento… Todo eso me lo niegas, no quieres mancharme con tu basura.

Y es que no entiendes que esa inmundicia, como tú la llamas, es lo que te ha convertido en lo que eres hoy, y que no me da ningún miedo, porque ese hombre es el que posee mi amor.

He descubierto que soy egoísta, y que para entenderte debo tenerte entero. Tus partes buenas son hermosas, pero deseo enamorarme también de las malas, que quizás sean algo menos brillantes, tal vez hasta un poco corrosivas… Pero sé que las querré igual.

No te asustes, me he rendido. Tu muro de indiferencia se ha vuelto demasiado alto para mí, ya no soy capaz de vivir según tus reglas de aislamiento, y no soy tan buena actriz como para fingir desinterés y frialdad ante tu patente sufrimiento.

Nada da igual... Todo importa… Al menos a mí. Yo soy así.

Así que me voy, e intentaré olvidarte, aunque olvidarte sea como detener mi corazón, y dejar de sentir.

Si lo consigo puede que me convierta en alguien como tú.


Jorge miró una vez más el papel emborronado con sus lágrimas y cerró los ojos, agotado y rendido, ajeno a las miradas de la gente que pasaba por su lado.

Había perdido lo más precioso y auténtico que había tenido nunca, y lo había perdido por miedo, cobardía, y pocas ganas de vivir.

Y sabía que se arrepentiría el resto de sus días.

Porque a pesar de saber todo eso, no haría nada por recuperar a la mujer de su vida.


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