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Raquel Mingo

Aperitivo de YO TAN HIGHLANDER Y TÚ DE CHANEL



Cuando me enamoro… A veces desespero… Cuando me enamoro… Cuando menos me lo espero, me enamoro… Se detiene el tiempo… Me viene el alma al cuerpo…

Me quito la toalla y cojo el bote de crema hidratante. Me embadurno entera con parsimonia mientras tarareo la canción de Enrique Iglesias. Mira que me gusta a mí este hombre. Me marcaba un solo con su micrófono…

—Hostia. ¿Esto es… —abro más las piernas y por poco no me incrusto el clítoris en un ojo—… ¡una cana!? —El susto que me llevo ante el descubrimiento es tan grande que aprieto el envase de plástico con una fuerza insólita y el carísimo cosmético sale esparcido por todas partes—. ¡¡Agggh!! ¡Dios mío! ¡Joder! —grito, a pleno pulmón. Está a punto de darme un ictus.

Resbalo con un pegote de loción y, a pesar de mis artes acrobáticas (básicamente, agitar los brazos como una gilipollas), me estampo contra la mampara de la ducha.

—¡Mierda!

Me froto la frente con cuidado. No parece que me la haya abierto, aunque duele una barbaridad. Por si acaso, bajo la mano con lentitud, temiéndome lo peor. Suspiro aliviada al no encontrar sangre. Cualquier otra secuela, incluso un cardenal del tamaño del Bernabéu, puede ocultarse durante el proceso de chapa y pintura.

La puerta se abre de golpe y la hoja rebota contra la pared. Kieran, con la cara desencajada, hace un barrido visual por el baño, como si esperara encontrar a mi amante escondido en la bañera. O a unos capos de la mafia liándose a tiros, qué sé yo.

—¿Qué cojones pasa?

—¡¡Me ha salido una puta cana en el toto!! —explico, sin poder asimilar aún la tragedia.

Me contempla de arriba abajo, como si se percatara en este preciso momento de que estoy en bolas. Traga saliva con fuerza y levanta la vista (con mucho esfuerzo, he de añadir) hacia mi cara.

—¿Qué mierdas dices?

Me subo en el inodoro, saco pelvis y le señalo la zona donde he encontrado el pelo traidor.

—Aquí. ¿La ves?

Él se acerca como si estuviera en trance, incluso diría que tiene los ojos del revés. Me planteo buscar el móvil para llamar a un exorcista, pero entonces carraspea y me mira.

—Natalia, solo es un pelo muy rubio. Con el millón de luces que has encendido, parece blanco, pero te prometo que no es una cana.

—¿Seguro?

Revuelvo el corto vello, buscando la prueba irrefutable de que miente solo para tranquilizarme. El gruñido de un oso, o de un lobo furibundo, reverbera en las paredes del baño. Observo al abogado, que permanece frente a mí, rígido y con los puños apretados.

—No eres de mucha ayuda.

—Me cago en mi puta vida —maldice, mientras se pasa la mano por la cara—. Chillabas como una cerda. ¡Creí que te estaban violando! Casi me abro la cabeza por subir los escalones de tres en tres.

—¿Tú eres tonto o qué? ¿Cómo me van a violar en casa de Lucía?

—Y yo qué sé… —alega, con un ligero rubor en las mejillas que resulta de lo más absurdo y encantador—. En cuanto he escuchado los gritos, he dejado de razonar.

Se le van los ojos a una parte muy concreta de mi anatomía. Una que, debido a que sigo de pie sobre el váter, queda justo a la altura de su rostro.

—¿No te vas a vestir? —susurra.

—Hace calor.

—Sí que hace, sí —afirma, con voz rasposa y la respiración acelerada.

—¿Entonces no crees que debería teñírmelo?

—¿Teñirte? —pregunta, con gesto de no entender nada.

—Sí. O hacerme la depilación Hollywood. Ya sabes: muerto el perro, se acabó la rabia.

Kieran parpadea un par de veces. Parece a punto de estrangularme.





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