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  • Raquel Mingo

ESE RINCÓN DE LA TOSCANA DONDE ME ENCONTRÉ Y TE PERDÍ


La Toscana

Doy un sorbo a mi copa de whisky y hago una mueca ante el sabor fuerte y terroso de la bebida. Nunca conseguiré que me guste, ni esa ni ninguna otra, y aunque recuerdo perfectamente cuando prefería un té verde a esta porquería, la infusión no tiene su poder calmante. Tampoco me ayuda a olvidar.

Ver el atardecer no me hace ningún bien y, sin embargo, desde que llegué no me he movido de la cristalera del salón, de hecho es posible que ni siquiera haya parpadeado, mi atención dividida entre la exuberancia de colores que conforma el cielo y la piscina, que se afana en reproducirlos sobre su plácida agua.

La belleza del momento tiene mucho que ver con mi abstracción, sin embargo sé que también estoy siendo cobarde. Da igual donde mire. Cualquier rincón de esta casa me recuerda a él. Y si me doy la vuelta…

Mi sonrisa es triste e irónica, porque basta que haya pensado en ello para que sin querer hacerlo mis pies se muevan solos y me encuentre frente a la chimenea, y no puedo evitar el tropel de recuerdos que he intentado evitar con todas mis fuerzas desde que abrí la gruesa puerta que, de nuevo y contra todo pronóstico, se deslizó sin un solo ruido de protesta, a pesar de los años y el evidente desuso.

5 meses antes

Apago el motor y me quedo absorta en el paisaje que se extiende frente a mis asombrados ojos. Dios mío… El viaje hasta aquí ha sido alucinante pero esto… Las alborozadas explicaciones de Jano durante nuestras conversaciones telefónicas no me han preparado para toda esta magnificencia. Los intensos verdes, los profundos marrones y los vibrantes naranjas conforman un lienzo magnífico, haciendo que todo parezca vivo, en consonancia con mis emociones.

Durante el camino me he preguntado docenas de veces si estaba haciendo lo correcto al aceptar su proposición. Y en cada ocasión la respuesta ha sido la misma: «Estás loca». Y aún así he venido. Porque a pesar del miedo y las dudas una emoción prevalece sobre el resto. Volver a verle.

Salgo del coche de alquiler y me dirijo hacia la casa. Es… maravillosa. Ni muy grande ni muy pequeña, perfecta para dos personas que tuvieron una historia en otra vida y que han vuelto a encontrarse tras años de silencio.

Lo que quiero decir es que el plan es pasar todo el fin de semana juntos pero si me agobio, aquí hay espacio de sobra para encontrar mi lugar. Y él sabe que es fácil que me sienta acorralada y necesite volver a mi zona de confort.

Las llaves están donde me dijo, en el macetero de la derecha de la entrada y sonrío por la candidez del gesto. En esta parte del mundo no tienen miedo de los delincuentes…

El interior está fresco y huele a cera y limón. Me encanta, sobre todo la chimenea del salón. Estoy segura de que Jano va a encenderla en cuanto llegue y me lo imagino disfrutando como un niño mientras trastea con ella. Los muebles son pesados, macizos y rústicos, y encajan a la perfección con las vigas de madera del techo. Le echo un vistazo a la cocina, es antigua, o vintage, como le dicen ahora a todo lo que tiene cierta edad, de madera oscura, aunque los electrodomésticos son recientes. No tardo en buscar lo necesario para hacerme un té y cuando pongo el agua a calentar me pregunto cómo será la planta superior.

Los escalones crujen bajo mi peso y hasta eso me gusta, claro que hoy no creo que pueda molestarme nada, salvo que no aparezca. Aparte del baño hay dos habitaciones, una pequeña y muy bonita y la principal, con una cama enorme con dosel de caoba y cortinas blancas. Decido dejar la bolsa con mis cosas en la primera pero no puedo resistirme a perder la mirada en la nívea colcha de la otra e imaginar las cortinas echadas, convirtiendo ese espacio en un lugar especial e íntimo…

Bajo las escaleras corriendo para borrar de mi mente esos pensamientos y termino de prepararme la infusión. Con la taza en las manos salgo a la parte trasera y ahogo una exclamación cuando contemplo extasiada cómo la hermosa puesta de sol se refleja en el agua cristalina de la pequeña piscina, sin acabar de creerme que esto sea verdad.

¡Por Dios, estoy en una preciosísima casa de la Toscana esperando que llegue un hombre maravilloso al que llevo meses conociendo a través de las redes y de llamadas que se alargan durante horas!

Por supuesto, estoy asustada. Mucho. Demasiado. Tengo tanto miedo de que me haya idealizado, de que crea que sigo siendo la muchacha díscola y aventurera de años atrás, de que no le guste en lo que me he convertido, de que me mire a los ojos y ya no le parezca un ángel sino un monstruo, de que piense que ahora no soy tan guapa ni vea mi cuerpo tan estilizado ni proporcionado… En fin, lo que me preocupa es que me haya derribado del pedestal en el que me puso cuando éramos jóvenes y la Ainhoa de hoy pierda tanto en la comparación que nuestra incipiente relación no se recupere. Es una estupidez, lo sé, pero tengo celos de mí misma. Y muchas dudas. Aunque me da que las voy a despejar en un momento.

Me giro despacio y le encuentro apoyado en el marco de la puerta, con una sonrisa que desborda sinceridad y placer.

—Hola, ojazos —saluda mientras se separa de la madera y viene hacia mí.

—Alejandro —susurro y corro a su encuentro, olvidadas todas las inseguridades.

Nos encontramos a mitad de camino y sus brazos me rodean con fuerza, como si una vez allí no quisiera que fuera a otra parte jamás.

—No te haces una idea de las ganas que tenía de hacer esto.

Y yo.




Ahora

Me termino el whisky de un largo trago, agradecida de que el ardiente licor arrase con todo a su paso, incluso las peligrosas lágrimas que asoman a mis ojos. Me he jurado que no lloraría más por Jano y si he encontrado las fuerzas para venir hasta aquí no puedo fallarme nada más llegar.

He dado muchos traspiés en los últimos meses, justo cuando creía que empezaba a superar los momentos más oscuros de mi triste historia, pero he salido más fuerte y enriquecida de cada reto que me ha tocado afrontar, por eso he decidido que es hora de pasar página y despedirme del hombre que me salvó de mí misma. No me es posible hacerlo en persona y por eso estoy aquí, porque esta cabaña representa lo que fuimos. O mejor dicho lo que pudimos ser. Porque a veces la vida tiene sus propios planes y no nos deja margen de acción.

En mi caso decidió destrozarme. Una vez más. Aunque antes me permitió tocar el cielo con la punta de los dedos, pienso mientras una terrible pena se apodera de mí, lo que me obliga a rellenarme la copa hasta el borde.

Aquel mismo día del pasado, en la cabaña…

—¿Qué te parece la casa? —Acuclillado frente a la chimenea, que ya empieza a coger fuerza y a chisporrotear, se gira para mirarme.

Sonrío. La estampa es tal cual la imaginé un rato antes, sin embargo diez veces más impactante, más… brutal para mis sentidos.

—Sabes que no podía ser más perfecta.

—Sí, ¿verdad? Me costó encontrarla pero en cuanto la vi supe que era aquí donde quería traerte.

—¿Nunca… nunca habías venido con nadie?

Remueve las ascuas con el atizador y se asegura de que los troncos queden estables. Después se levanta y se sacude los pantalones con energía. Observo sus movimientos con nerviosismo porque ha sido una pregunta estúpida que debería haberme callado, además este silencio me está matando. Estudio el suelo con mucha concentración mientras se acerca despacio y solo me atrevo a enfrentar sus ojos oscuros cuando se arrodilla a mis pies. Su expresión tierna me hipnotiza, al igual que sus dedos al rozar mi mejilla en un gesto tan suave y etéreo como el batir de las alas de una mariposa.

—Es la primera vez que vengo. Le he echado un vistazo por Internet en muchas ocasiones y tenía unas ganas locas de tocarla, de olerla. De sentirla. Pero… cada vez que vagabundeaba por las habitaciones desde mi ordenador… No lo sé, algo me retenía. —Su mirada se oscurece y se humedece los labios mientras me observa muy serio—. Ahora sé que te esperaba a ti para hacerlo.

Los furiosos latidos de mi corazón se repiten en mis sienes y por un momento me siento aturdida. Me da miedo que los oiga. Me da pánico creerle. Porque Jano y yo somos amigos. Nada más. «Repítetelo mucho, chica, a ver si así te haces a la idea».

—Como Don Juan no tienes precio —suelto con ligereza al tiempo que me levanto y doy un par de pasos para poner algo de distancia.

—Dime que tú habrías venido con alguien más.

Me vuelvo y le encuentro sentado en mi sitio, con una mueca divertida en su estúpida carota que me reta a contradecirle. A mi pesar sonrío.

—Sabes que no. Como buena antisocial que soy no tengo el suficiente buen rollo para encerrarme en una casa apartada de la mano de Dios con cualquier hijo de vecino. Ni siquiera lo haría con una mujer. Vaya, no me imagino aquí ni con mis hermanas.

Asiente, al parecer de acuerdo con mi razonamiento.

—He tardado meses en convencerte. Aún no puedo creerme que estés ahí de pie.

—Ni yo. —He intentado evitarlo, sin embargo la incertidumbre y una pizca de miedo se han filtrado en mis palabras, y por la sombra que ha cruzado sus preciosos ojos color chocolate sé que lo ha advertido.

—Sabes que conmigo estás segura, ¿verdad?

Me giro de nuevo hacia la puerta que da a la piscina y me abrazo a mí misma.

—¿Lo estoy? —musito en un hilo de voz.

—Siempre.

Su susurro en mi oído es igual de bajo, si bien suena mucho más seguro, como una promesa de futuro que tal vez necesite pero que todas las fibras de mi ser rechazan con fiereza. Noto sus manos rodeando mi cintura y me sorprendo cuando las habituales sensaciones de miedo y rechazo no hacen su esperada aparición.

—Yo te protegeré, mi ángel —asegura.

Un escalofrío recorre mi cuerpo y a punto estoy de dejar escapar un sollozo, aunque me contengo a duras penas. Entrelazo mis dedos con los suyos y dejo caer la cabeza sobre su hombro, los ojos cerrados y la respiración saliendo a borbotones, al compás de mi corazón.

—No me sueltes.




Presente

A la mañana siguiente me levanto con la impresión de no haber dormido lo suficiente para soportar el día que me espera, aunque dudo que para cualquier ser humano cuatro horas lo sean. Tengo una jaqueca importante, sin duda consecuencia directa de ser tan fan de mi amigo Johnnie Walker, y el alma me pesa más que si estuviera intentando sacar el Titanic de las profundidades del Atlántico Norte con la única ayuda de mi fuerza de voluntad y mis manos desnudas.

Suelto un suspiro cargado de pesar y cansancio mientras contemplo el exterior, a la espera de que se caliente el agua para el té. Al igual que el tiempo, yo he cambiado bastante desde la última vez que estuve aquí. Entonces era verano y la Toscana se mostraba como un estallido de colores y alegría. Muy parecida a mí misma. Creía que esa vez la vida iba a darme una oportunidad. Que me había enviado a Alejandro para que me ayudara a olvidar y a curar. Porque con nadie más era… tan yo. Y el miedo retrocedía cuando me tocaba. Quería estar entre sus brazos para siempre, como me había prometido.

De repente me percato de que estoy riéndome como una demente, en medio de la cocina, justo antes de que me ahoguen unos angustiosos sollozos y me obliguen a doblarme en dos sobre la encimera.

Malditas promesas…



Verla así me parte el corazón. No sabía lo que me encontraría al llegar, lo único que tenía claro era que estaría aquí. Hoy hace seis meses que pasamos juntos aquel fin de semana, en el que aseguramos que volveríamos en Navidad. Es veinticinco de diciembre y aunque sé que es la peor idea del mundo, no he sido capaz de faltar a nuestra cita.

Sin embargo no voy permitir que sepa que estoy aquí. Soy un cabrón pero aún me queda algo de humanidad. Algún día… algún día se olvidará de mí, no obstante para eso necesita que permanezca alejado, por más ganas que tenga de acercarme y abrazarla. De no soltarla jamás. Ella merece mucho más. Se lo merece todo.

Cuando escucho su desgarrador grito me meto el puño en la boca para evitar rugir yo también y con una última mirada a su pequeña figura desmadejada, los ojos encharcados de lágrimas que no me permito derramar como otra más de mis penitencias, salgo de la casa, la que siempre será nuestro rincón para soñar, mientras los recuerdos se abalanzan sobre mí como buitres hambrientos.

El fin de semana que lo cambió todo

Siento su intensa mirada como si esos largos y delgados dedos estuvieran acariciando mi espalda desnuda. Al menos el efecto que tiene sobre mí es el mismo. Estoy nervioso, expectante y… bueno, por cómo se yergue mi hombría, cachondo perdido.

El calor que me recorre de la cabeza a los pies es tan sofocante que no me cabe duda de que voy a arder en llamas y ni siquiera el agua helada que cae a plomo sobre mí calma el ansia que me invade. Quiero girarme, ir hacia ella y meterla en la ducha conmigo. Quiero… muchas cosas, pero esta preciosa y herida mujer no está preparada para casi ninguna de ellas. Y ahora que he conseguido tenerla para mí solo en este escenario de ensueño no pienso cagarla de ninguna forma, mucho menos por un gratificante revolcón que solo me dejará con ganas de más, porque tengo muy claro que nunca me cansaré de ella. Es una jodida amazona y la persona más frágil que conozco, es dulce como un melocotón maduro y más ácida que un limón, es tan blandita como una novela romántica e igual de dura que un diamante en bruto.

Es el amor de mi vida y no voy a renunciar a ella. Otra vez no.

—No puedo seguir fingiendo que no me afecta que me observes. —Sé que sigue aquí, a pesar del absoluto silencio que reina en el baño. Me giro despacio, lo suficiente para contemplarla por encima del hombro y, en efecto, la puerta está entreabierta y una ruborizada Ainhoa me estudia con los ojos grises más bonitos que he visto nunca, esos que siempre me han recordado un cielo limpio y despejado. Aunque su mirada curiosa y excitada en estos momentos me trae otro tipo de pensamientos, unos que tienen que ver con la cama de dosel que preside mi dormitorio y en la que me encantaría verla tumbada sin nada más que su sonrisa y un gesto invitante para que me una a ella en ese colchón tan grande y mullido.

—Yo… iba…

No sé adónde iba, sin embargo tengo claro en qué parte se ha quedado. Y es en mi entrepierna. Admito que la entiendo. Estoy desnudo, mojado y en todo mi esplendor. Pero es que la jodía me pone a cien en cero coma dos segundos. Y ni siquiera es necesario que esté de cuerpo presente. Lo ha conseguido cien veces mientras chateábamos durante estos meses. Joder, ya lo hacía con quince puñeteros años, qué no va a ser capaz de lograr la mujer vibrante y apasionada que es hoy en día.

—Me taparía si pudiera —digo para calmarla. La verdad es que no encuentro las puñeteras toallas.

—Ya… Iba a… Había una nota en la cocina diciendo que la lencería estaba en uno de los armarios de tu dormitorio pero me entretuve viendo la casa y más tarde colocando mis cosas. Después llegaste tú, te pusiste a jugar al lugareño con la chimenea y… me olvidé.

Hace un valiente esfuerzo por mirarme a la cara aunque fracasa estrepitosamente. Y vale, lo admito, me siento bastante ufano ahora mismo. Casi, casi, como un dios. Me acerco muy despacio, detesto admitirlo pero como si intentara llegar hasta un animal herido, uno que sabes que puede arrancarte la mano de un mordisco si se siente acorralado. Su expresión cambia de forma radical. La cautela y algo muy parecido al pánico sustituyen a la expectativa anterior.

—No. —La palabra sale sola de mi boca, fruto de la necesidad. Porque necesito que confíe en mí y sobre todo que no me tema—. Dime que no te asusto.

—Jano…

Intenta retroceder, no obstante la pared está a su espalda y delante solo me tiene a mí, exigente y angustiado.

—Nunca te lastimaré.

Esos ojos con los que sueño más a menudo de lo que me gusta admitirme a mí mismo me observan con una intensidad que me pone nervioso, sobre todo porque no sé lo que esa mente tan especial está pensando.

—Lo sé.

La hostia. Esas dos palabras casi consiguen que me arrodille a sus pies. Se trata de la frase más bonita, increíble y significativa que me ha dicho nunca. Y que me la suelte en este jodido momento es a.lu.ci.nan.te. Porque sé que una parte de ella está tan aterrorizada que solo mi cuerpo frente a la puerta evita que salga corriendo.

No puedo evitarlo. A pesar de reconocer que es una muy mala idea. Porque es demasiado pronto. Porque estamos hablando de Ainhoa. Aún así la beso. Con cuidado, con mesura, incluso con torpeza. Con todas las ganas del mundo. Y es el beso más bonito, dulce y apasionado de mi puta vida. Hay que joderse, como si no estuviera absolutamente seguro de que sería así.

Cuando nos separamos su mirada turbia e inquieta me está esperando.

—¿Qué esperas de mí? —pregunta.

Cierro los ojos y rujo en mi interior. La han destrozado tanto… Y sin embargo hay un reto latente en sus palabras, porque siempre está luchando, en busca de un enemigo invisible que solo ella ve.

«Que me dejes hacerte feliz».

En su lugar hago acopio de todo mi autocontrol y me alejo, cojo los pantalones que me quité hace un rato y me los pongo con el único fin de tranquilizarla. Dibujo una sonrisa, que siento hasta en el alma.

—No espero nada, vida. Todo lo que vas a darme, será porque tú quieres.

Hoy

Me despierto en el suelo de la cocina, donde supongo que me dejé caer en medio de la crisis. «Pues sí, Ainhoa, lo tienes bastante superado» me digo sarcasmo. «Si estuvieras en un programa de alcohólicos anónimos habrías perdido tu chapita de “Limpia durante 6 meses” y ahora tendrías otra con “Día 1”.

Meneo la cabeza, porque otro de los daños colaterales que trajo consigo el engaño de Alejandro fue esta ironía perpetua. «Mejor pataleando que hundida». Definitivamente necesito comer, me está afectando no tener nada sólido en el estómago desde hace más de un día.

Me levanto despacio con una mueca y un leve gemido y me preparo una ensalada.

—Menudos banquetazos te estás dando estas navidades, chica. Luego llorarás por esos kilillos de más que tanto cuesta perder a primeros de año. —Me mofo de mí misma, porque en realidad necesito recuperar el peso que he perdido durante estos meses.

Cojo el bol y una generosa copa de vino y me dirijo al salón, donde me siento en un cómodo sillón que anoche coloqué frente a la cristalera. Vuelvo a quedarme ensimismada contemplando el paisaje, tan bello a pesar de que los vivos colores del verano han desaparecido para dar paso a los tonos oscuros del frío invierno. Dentro se está muy bien, la calefacción está a todo trapo porque soy muy friolera, a pesar de lo cual llevo un jersey gordo y unos vaqueros gastados y cómodos, además de unos calcetines gruesos con los que patino por los suelos de madera.

Intento evitarlo, aún así me giro para observar la chimenea, que permanece apagada. Casi parece que me recrimina que no le preste atención pero aún en el improbable caso de que supiera encenderla sería incapaz de ponerle un dedo encima. Hay cosas para las que no estoy preparada y sobrescribir ciertos recuerdos es una de ellas.

«¿No has venido a eso? ¿A deshacerte de los fantasmas e intentar ser feliz?». La respuesta es simple y sin embargo se me atraganta, junto con la ensalada, que termino dejando en el suelo.

La tarde avanza mientras vacío la botella, sin moverme de mi cómodo refugio frente al ventanal. A estas alturas ya tengo claro que venir ha sido una pésima idea, porque me está haciendo más mal que bien. Pero es que cuando le entregas tu confianza sin reservas a alguien y te traiciona, la decepción y el dolor se hacen insoportables. Y es difícil recuperarse.

«Eres lo mejor que me ha pasado nunca». Abro los ojos sobresaltada, con las palabras resonando en mi cabeza.

—¿Lo mejor y te casaste con otra?

El día del fin

Sus dedos dibujan sin ton ni son sobre mi espalda y yo no paro de temblar ante su contacto. También estoy estremecida por dentro. Nunca pensé que fuera capaz de volver a estar entre los brazos de un hombre, de disfrutar de mi propia pasión, de desear, de preocuparme por el placer ajeno.

Supongo que las últimas tres horas borran de un plumazo todas las certezas sobre mí misma que he tenido hasta ahora. Aunque tengo muy claro que es Alejandro, y solo él, quien ha destruido mis defensas, derrumbado mis muros, matado a los dragones. Nunca podría estar compartiendo las sábanas con otro que no fuera él, por muy cursi o novelesco que suene.

Siento su beso en el hombro antes de que abarque mi cintura con las manos y me gire para verme mejor.

—¿Por qué estás sonriendo?

—Me encanta esta cama —contesto, alzando la mirada hacia el dosel de cortinas blancas que permanecen recogidas para que entre la luz del atardecer.

—¿La cama? Yo creía que el que te encantaba era yo.

Dejo escapar una risilla ante su tono ofendido.

—Bueno, supongo que no has estado mal…

—¿¡Supones!?

—Es que no tengo mucho con lo que comparar. Mi historial sexual no es como para lanzar cohetes…

Jano me besa con premura, estoy segura de que para que los recuerdos no se apoderen de mí. Y la verdad es que lo consigue, cuando nos separamos ambos jadeamos, excitados.

—Eso tiene fácil solución. Tú y yo vamos a practicar mucho. ¿Empezamos ahora? —pregunta con vocecita esperanzada.

Me río y lo golpeo sin fuerza en el pecho.

Ahora estoy agotada y hambrienta.

—¿Tan agotada?

Parece muy triste y casi claudico pero lo he dicho de verdad. Me duelen partes innombrables y necesito un receso.

—Apiádate de mí —le suplico.

—Está bien —accede y se levanta con agilidad—. ¿Por qué no te das una ducha mientras voy preparando la cena? ¿Ainhoa? —me llama con cierta preocupación ante mi silencio.

—¿Qué? Ah, sí, sí… —digo sin poder apartar la vista de su impresionante y desnudo cuerpo.

—Aunque si te lo has pensado mejor… Yo sigo dispuesto.

Y tanto que lo está. Su miembro permanece erguido para dar veracidad a sus palabras. Alzo las manos por delante de mí en un gesto defensivo.

—Ducha y cena —acepto metiéndome en el baño. Pero un segundo después saco la cabeza—. Después jugamos, ¿vale?

Su carcajada me acompaña mientras abro el grifo.

Quince minutos después ya estoy bajando las escaleras a saltitos, más feliz de lo que recuerdo en… «Tanto que ni sabes cuánto» me digo. Entro en la cocina y le veo de espaldas, impresionante con solo el pantalón de pijama puesto y esa espalda llena de músculos a la vista. Si bien lo que retiene mi atención es su culito, perfectamente delineado por el algodón. Me acerco sigilosa, dispuesta a pellizcárselo, aunque solo sea para comprobar si con lo duro que lo tiene soy capaz de semejante proeza.

—Cariño, yo también te echo de mucho de menos pero mi trabajo es muy importante, sobre todo con la boda a la vuelta de la esquina.

Me paro de golpe, con un dolor tan grande en el pecho que no creo que pueda sobrevivir a él. No estoy escuchando bien, ni siquiera estoy despierta. Sí, es eso, un mal sueño, una pesadilla de la que voy a despertar pronto, para encontrarme de nuevo envuelta entre sus tiernos brazos, con la promesa de un futuro mejor escrita en esos ojos color chocolate. Por eso, cuando sus siguientes palabras calan en mi aturdido cerebro, soy incapaz de procesarlas.

—Yo también te quiero, cielo, más que a nada en el mundo —asegura con voz tierna.

Tras su declaración cuelga el móvil y se gira. El horror que se refleja en su mirada no es nada comparado con lo que yo estoy sintiendo.

—Ainhoa…

No me quedo a escuchar más. Corro hasta mi habitación y cierro la puerta, con la intención de echar el pestillo, pero Alejandro irrumpe con fuerza, haciendo que salga despedida unos metros hacia atrás. Ni siquiera acuso el golpe, después del mazazo de la cocina nada puede afectarme.

—Sal de aquí.

—No hasta que hablemos.

Le tiembla la voz y hasta en mi estado soy capaz de darme cuenta de lo nervioso y asustado que está. No entiendo el motivo y tampoco me importa.

Se me acerca y, por primera vez desde que nos reencontramos, siento inquietud y temor. Sé que lo ha visto en mis ojos, como también que se ha percatado de los dos pasos apresurados que he dado para alejarme, porque se detiene de súbito.

—¿Ahora me tienes miedo? —pregunta perplejo y dolido.

—No sé quién eres —admito con rabia. Y es cierto. La persona que tengo frente a mí no es la misma a la que le he dejado hacerme el amor esta tarde. Me niego a creerlo.

—Tu mejor amigo. El amante dulce y entregado con el que has compartido tu cuerpo y tu placer durante unas horas mágicas. El hombre del que te has enamorado. —Me rebate afligido.

—Alguien que ya ha entregado su corazón a otra. —Soy consciente de que no he negado ninguna de sus afirmaciones pero de repente me siento agotada. Solo quiero salir de aquí y lamer mis heridas en soledad, como he hecho siempre.

—Es mucho más complicado que eso, Ainhoa —contesta con voz triste.

—En realidad es sencillo. Vas a casarte y, sin embargo, llevas meses haciéndome creer que entre nosotros había algo. Todo para propiciar este fin de semana. Tan solo tenías que haberme dicho que querías echar una cana al aire para despedirte de tu soltería y me lo habría pensado. ¿O esto… —Hago un gesto con las manos para abarcar la habitación— …es algo habitual para ti?

—Claro que no. Nada es como intentas que parezca. Por favor, vamos al salón y te lo explicaré. Después… Después, no pondré objeción alguna a que hagas lo que consideres oportuno. —Me lo pienso. Me lo pienso mucho, porque no quiero escuchar sus excusas ni sus mentiras, pero sobre todo no sé si podré soportar la verdad. Sin embargo esta es la última vez que voy a verle y en mi fuero interno soy muy consciente de que necesito saberlo todo para poder recuperarme del daño que me está haciendo.

—Está bien —acepto.

Su mano me invita a salir delante de él. Es bastante probable que tenga dudas de que no me atrinchere en el cuarto.

Cuando llegamos al salón voy directa al sillón de una plaza, ahora mismo no puedo tenerlo cerca. Jano se mantiene de pie, a escasos metros, aunque creo que sabe que necesito espacio o saldré corriendo.

—Llevo tres años con ella —empieza, y cada palabra es como una puñalada en el corazón—. Desde el primer momento supe que era la mujer de mi vida.

Enormes lagrimones caen por mis mejillas y soy incapaz de controlarlas. Ni siquiera me avergüenza que las vea. Mi sufrimiento está muy por encima de esas banalidades.

Casarnos fue el paso más lógico —continúa—, cuando nuestras respectivas carreras se afianzaron lo suficiente. Tú fuiste una sorpresa imprevista. Imprevista y maravillosa —admite ante mi mueca dolida—. Volver a encontrarte después de tanto tiempo me removió por dentro, Ainhoa, nunca podrás hacerte una idea de en qué forma. Y según pasaban los meses la sensación aumentaba y yo me desesperaba, porque… ¿Y si me estaba equivocando? ¿Y si las casualidades no existían y la vida te estaba poniendo frente a mí para que reaccionara? ¿Y si me casaba con Alicia y después era demasiado tarde?

—Así que decidiste planear un fin de semana romántico, acostarte conmigo y quitarte la espinita, para ver por cuál de las dos te decantabas. —Le corto con rabia—. Y está claro que no has necesitado ni llegar al domingo para tomar la decisión, a tenor de la conversación con tu prometida. ¿O es que pensabas jugar a dos bandas hasta que te cansases de mí?

Me mira con tanta pena que casi me siento obligada a pedirle perdón por pensar mal de él, maldito sea.

—¿De verdad crees que sería capaz de algo así?

—No sé quién eres. —Vuelvo a decir, pero esta vez ya no hay ira, solo aceptación. Me levanto, dispuesta a recoger mis cosas y marcharme. Alejandro me coge la mano y siento que la angustia va a tragarme viva.

—Soy todos los recuerdos que hemos forjado juntos. Cada carcajada que he conseguido de ti, cada secreto que me has confesado, cada sueño que me has mostrado, cada miedo o trauma que hemos vencido, cada suspiro tembloroso que mis manos han arrancado de tu cuerpo. Cada beso, imaginario o real, que mis labios han compartido con los tuyos desde nuestro reencuentro. Soy tuyo. Porque si ella es la mujer de mi vida, tú eres mi amor eterno.

Me suelto de su agarre de un tirón y trastabillo hacia atrás.

—¿Qué estás diciendo?

—Que nunca he dejado de quererte. Ni un solo segundo durante todos estos años. Me conformé con Alicia porque hacía mucho que había perdido las esperanzas contigo.

—Te inventarías cualquier cosa para que me volviera a la cama.

—No es eso. Lo único que deseo es que entiendas lo que he hecho.

—Oh, entiendo lo que has hecho. Solo dime una cosa.

—¿El qué?

—¿Vas a casarte con ella?

Jano se frota el rostro, cansado y acorralado.

—No puedes hacerme esa pregunta a bocajarro y esperar que responda sí o no.

Me cruzo de brazos y le observo con intensidad.

—¿Ah, no?

—Joder, cariño. ¿Quieres que te prometa que en cuanto llegue voy a dejarla? ¿Es eso? Porque no puedo… No se lo merece. No estoy diciendo que tú no tengas derecho como mínimo a lo mismo —aclara cuando ve la cara que pongo—. Pero… Llevamos juntos tres años…

—Y nosotros un día. Comprendo lo que quieres decir. De todos modos no te lo estoy pidiendo. Esto se acaba aquí y ahora, Alejandro.

Me mira con ojos asustados y avanza unos pasos hasta quedar casi pegado a mí.

—¿Qué? No.

—No eres lo que estoy buscando.

Nos contemplamos en silencio, en una comunicación silenciosa. Los dos sabemos que no busco nada, que solo él ha logrado traspasar mi gruesa coraza. Que pasará mucho tiempo hasta que alguien más lo consiga.

—Dame otra oportunidad, ojazos. De verdad te quiero con toda mi alma.

No sé durante cuánto tiempo permanezco frente a él, absorbiendo sus facciones en un intento por memorizarlas. Es tan guapo, tan dulce, tan canalla.

—No quiero volver a verte nunca. No me llames, no me escribas, no me busques de ningún modo. Todo lo que fuimos se queda en esta casa. —Como una autómata, porque el corazón lo he dejado junto a ese hombre de mirada triste y derrotada, me dirijo a mi dormitorio. No soy muy consciente de lo que echo en la maleta pero nunca había tardado tan poco en hacerla y, cuando vuelvo a bajar, agradezco no encontrármelo.

Solo al meter las llaves en el contacto y arrancar, mientras observo por el retrovisor cómo la cabaña va haciéndose chiquitita, dejo que los fuertes sollozos que he estado conteniendo me venzan.

He dejado al amor de mi vida en la Toscana, en nuestro rincón para soñar, como a él le gustaba llamarlo, cuando intentaba convencerme de que venir era la mejor idea del mundo.

Momento actual

Me deshago de las molestas lágrimas que los recuerdos traen aparejadas y que solo sirven para atormentarme aún más.

Después de aquel día no volví a saber de Alejandro. Claro que yo propicié bastante su silencio. Cancelé mis perfiles en las redes sociales y cambié mi número de teléfono, las únicas formas que tenía de ponerse en contacto conmigo. Nunca le dije dónde vivía o trabajaba.

No sé si lo intentó o se limitó a ser feliz con su Alicia, lo que sí averigüé, porque soy débil, es que se casó con ella. Lo busqué en Facebook y vi las fotos de la boda. Ha sido una de las cosas más dolorosas a las que he tenido que enfrentarme en la vida.

Echo un último vistazo al salón, chimenea incluida, y suelto un suspiro cargado de pena, antes de coger el tirador de la maleta y salir por la puerta. La cierro y dejo la llave en su sitio, en el macetero de la derecha de la entrada. Sin poder evitarlo una pequeña y difuminada sonrisa aparece en mi rostro. Siempre hay cosas que se mantienen inalterables, a pesar de que nuestro mundo parezca haber dado mil volteretas.

Me monto en el coche y pongo música. Detesto el silencio, en cualquier lugar, da igual lo que esté haciendo. Arranco y me preparo para despedirme. Y sí, contemplar una vez más cómo la cabaña va achicándose según me alejo me provoca un pellizco en el corazón. Es la desazón de saber que este es el amargo final de algo que pudo ser muy grande.

Tengo una amiga que sostiene que las novelas de amor no tienen por qué acabar siempre bien. Yo solía defender a ultranza que el propósito de toda historia romántica es dejar un buen sabor de boca, que solo se alcanza con un desenlace feliz.

Ahora la entiendo.

Hay amores que están destinados a no ser.

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