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  • Raquel Mingo

DAIQUIRIS, AVIONES Y CONSECUENCIAS

Las dos chicas estaban apoltronadas en sendas tumbonas, cada una con un helado y delicioso daiquiri en la mano, disfrutando del sol, el aire puro, y el sonido del mar frente a ellas. Acababan de llegar, y tenían por delante diez días para disfrutar de la preciosa isla de Mallorca, un sueño que hasta hacía poco les había parecido imposible. Esa tarde, lo tocaban con los dedos, sumergidos con pereza en la arena blanca de la playa.

Martina, sin embargo, no parecía tan feliz como cabría esperar, y sus ojos, grandes y de un tono oscuro y misterioso, como el caramelo tostado, se mostraban reflexivos, perdidos en el fondo de su copa. Al fin los alzó, y se encontraron con los de Adriana, que sabía bien lo que le pasaba.

—¿Cómo sabes que algo está verdaderamente acabado, Drina? —preguntó en un susurro, con lo que le demostró que estaba en lo cierto al creer que seguía pensando en Arturo, el subnormal que entraba y salía de su vida a sus anchas, como cuando le dabas las llaves de tu piso a alguien solo para emergencias, pero se creía con derecho a aparecer a todas horas y con cualquier excusa.

Adriana miró al frente y su vista captó algo que le hizo sonreír, aunque estuvo mucho tiempo callada, escogiendo bien sus palabras.

—¿Ves ese avión? —Giró la cabeza lo suficiente como para captar el gesto afirmativo y después volvió a seguir el diminuto punto en el cielo—. Es curioso. Podrías pasarte cinco minutos mirándolo y parecería que no se ha movido de su sitio, ¿verdad? Y sin embargo habrá recorrido muchos kilómetros mientras tú lo observabas abstraída. Con las personas funciona igual. Tomamos decisiones que afectan a otras, nos acercamos a ellas, o nos alejamos, les damos nuestro amor, o se lo quitamos, decidimos vivir en pareja, o en soledad… pero hagamos lo que hagamos, todo tiene consecuencias. Lo que hemos hecho, o lo que no, deja huella, y nada permanece estático a nuestro alrededor. Uno puede quedarse embobado mirando alejarse su avión, esperando que algún día, quizá, un giro del destino vuelva a llevarlo hasta él. O puede darle la espalda y regresar a su vida, donde no necesita a alguien que siempre le mantendría inseguro y dolido, y centrarse en quien le cuide, le valore y le aprecie.

Martina permaneció en silencio durante largos minutos, asimilando lo que había dicho, la mirada absorta en el cielo, en la larga estela blanca pintada en el azul claro. Cuando buscó los ojos de su amiga, los suyos brillaban, limpios y alegres.

Alzó su copa en su brindis silencioso, y esperó a que la imitara antes de llevársela a los labios, y cuando el fresco ron con limón y azúcar bajó por su garganta, se tragó también la despedida final de un hombre que no la merecía. Y al que no esperaría más.


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