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  • Raquel Mingo

CANDOR Y PROVOCACIÓN


Aquel vestido rojo, sencillo, vaporoso, y largo hasta el suelo, le daba un aire ingenuo y provocador a la vez, al igual que la sonrisa sesgada, tímida, pero tan insinuante, que sintió el principio de una erección alzarse tras sus pantalones de gala.

La evaluó con detenimiento, por encima de su copa de whisky, con ese aire cínico y hastiado que no habría podido quitarse de encima ni aunque hubiese querido.

Pocas mujeres serían capaces de mostrar ambas caras de la moneda. El candor de la inocencia, y la seducción de la lujuria, aún habiéndolo ensayado infinidad de veces frente al espejo. Pero aquella joven de melena oscura y salvaje, con unos impresionantes ojos verdes que recordaban a la selva indómita y sin explorar, no daba la impresión de estar fingiendo, sino de ser un dulce corderito entre lobos hambrientos.

Y era ahí donde estribaba su mayor atractivo.

Los depredadores sexuales se le habían echado encima en cuanto puso un pie en la fiesta, como era de esperar —toda aquella candidez invitaba a la caza—, sin embargo la joven no era tan suave y apocada como parecía, a juzgar por los figurados arañazos que dejaba en aquellos que sobrepasaban la línea que ella misma se había marcado.

Sonrió, un tanto orgulloso de la chiquilla, y bastante interesado, debía admitirlo. Era preciosa, y contra todo pronóstico, llamaba su atención como hacía mucho que ninguna otra lo había hecho.

Él era demasiado rudo de paladar, estaba demasiado aburrido del panorama actual de féminas, y tenía demasiado donde elegir, para fijarse en nadie en particular durante más de un rato. Y sin embargo una mocosa sencilla, apocada, y en apariencia dócil, le tenía embelesado desde que atravesara la puerta, una hora antes.

Asombroso.

Fue en ese instante que los ojos más grandes, verdes, y brillantes que hubiera visto nunca, se clavaron en los suyos, y todo estuvo decidido.

Con paso seguro, y una firme resolución se dirigió hacia ella, consciente de que el corazón femenino latía desbocado, de que su pulso tronaba sin control, y de que el diminuto tanga se habría deslizado hasta el suelo si no estuviera sujeto por las presillas del liguero. Sonrió de anticipación. Aquello iba a ser divertido.

—Dime que quieres que nos vayamos y te sacaré de aquí en un momento. —Apenas un leve parpadeo de aquellas larguísimas y rizadas pestañas confirmó que había registrado las palabras.

—¿Perdón?

—Es obvio que te estás aburriendo.

—Y suponiendo que eso fuera cierto… ¿La alternativa sería… marcharme contigo? —Su voz, dulce como el caramelo, y tan sexi como el pecado más oscuro, terminó de erguir su masculinidad. Alzó una ceja, desenfadado y risueño.

—¿Has elegido a alguno de tus muchos admiradores?

—He elegido irme sola.

—No cuela, cielo. —En ese momento la ceja que se elevó en muda pregunta era de un rico tono chocolate.

—Las mujeres como tú llegan a estas fiestas solas, pero siempre se marchan acompañadas.

—Las mujeres como yo… ¿Te refieres a inteligentes, ingeniosas e independientes? —Él esbozó una sonrisa, a medio camino entre la mofa y la admiración.

—Jóvenes, bellas, y ambiciosas. —Contrarrestó. Los ojos verdes refulgieron, y el hombre estuvo a punto de soltar una carcajada.

—Claro.

—¿Nos vamos, entonces?

—De acuerdo. Me he dejado el chal en la barra, ¿serías tan amable de ir a buscármelo?

—Por supuesto —Se acercó a ella hasta que sus cuerpos encajaron como una sola pieza. Era una mujer alta, y los tacones de vértigo que llevaba casi la equiparaban a él. Se inclinó y aspiró su perfume, fresco y natural, adictivo, con un ligero toque a cítricos que le embriagó casi tanto como la mujer en sí. Su dedo índice rozó la suave nuca, por debajo de la abundante y sedosa melena, y fue bajando muy despacio por la espalda, hasta llegar al inicio de las nalgas. Sentía la respiración acelerada de la joven, junto con la suya, y se pegó más a ese cuerpo delgado y dúctil, sin poder evitar lamer ese cuello largo y grácil en una pasada lenta y para nada premeditada, antes de susurrar las palabras en su oído—. Volveré enseguida.

La dejó allí, de pie en medio de la enorme sala, temblando de anhelo y nervios, muy seguro de que cuando volviera estaría en el mismo sitio y posición donde la había dejado. Iba en serio, no tardaría más que unos segundos, de hecho haría el viaje de ida y vuelta hasta la maldita barra corriendo si aquello no significara que se estaba comportando como un puto adolescente.

«¿Qué te pasa, tío?» se preguntó, meneando la cabeza cuando llegó a la barra, mientras echaba un vistazo rápido en busca de la prenda de la señorita. «Eres el amo del mundo, y ni qué decir tiene que te zampas a niñas como esa todas las noches, a menudo a varias de una sola vez. ¿Qué la hace diferente? ¿Son esos ojos grandes y misteriosos, tan inocentones? ¿Esa sonrisa empalagosa, cargada de promesas? ¿El cuerpo de infarto, que se entrevé bajo el rojo sangre de la seda salvaje? ¿Las palabras irreverentes, tras la mirada vulnerable?».

Frunció el ceño, sin ver el maldito chal por ninguna parte, recordando de repente el momento exacto en que la vio atravesar la entrada. La exuberancia de su pelo oscuro y ondulado, la belleza de su rostro apenas maquillado, el perfecto cuello de cisne, el inicio de los hombros desnudos…

Maldijo entre dientes, sin importarle la mirada desaprobadora de la pareja que conversaba a su lado, ni la sonrisa socarrona del barman. Con parsimonia se giró en redondo y miró al punto donde había dejado a la chica, que obviamente estaba vacío. Sus ojos siguieron un recorrido sin patrón, pero se vieron atraídos por el llamativo color del vestido, que refulgía ante su mirada hambrienta como una antorcha.

Estaba en el ascensor, con un dedo en el cuadro de mandos, seguramente reteniendo el aparato para mantenerlo abierto. Su preciosa sonrisa, en ese momento descarada y rebelde, le mantenía inmóvil y a la espera, aunque tuviese muy claro lo que iba a ocurrir.

Ella inclinó la cabeza hacia la izquierda, en un gesto coqueto y femenino, y pronunció despacio y de manera exagerada sus palabras, con el fin de que pudiese entenderlas sin escucharlas.

—Yo elijo. —La joven soltó el botón y las puertas se fueron cerrando, mientras dos pares de ojos se despedían en una noche cualquiera.

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