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  • Raquel Mingo

MIS JIMMY CHOO ME LLEVARON HASTA ÉL



Cambiarme de zapatos en medio de la M-30, mientras conduzco como una loca intentando no salirme de mi carril, es una de las cosas más difíciles y estúpidas que he hecho últimamente. Aparte de tirarme a mi vecino de descansillo y de decirle esta tarde a mi jefe que era un capullo. Vale, esto último se lo repito media docena de veces a la semana, así que ya no tiene la misma fuerza de las primeras ocasiones, cuando se me quedaba mirando con cara de tonto y la mandíbula desencajada, casi rozando el suelo.


En fin, volviendo al tema que nos ocupa, el de la sustitución de mis preciosos Jimmy Choo de terciopelo negro, los que me compré en Navidad para impresionar a mi último ligue —ese que medía veinte centímetros más que yo—, por lo que los malditos zapatos tienen un tacón de aguja de quince, lo que hace casi imposible que pueda hacer nada con ellos, salvo estar plantada en una sala como un pasmarote —un pasmarote con unas piernas de infarto—, por unas manoletinas de piel muy cómodas y bastante gastadas.


Hacer el cambio del izquierdo no supone problema alguno, diez segundos máximo y un par de sonrisillas socarronas, la mía y la del taxista cincuentón de mi izquierda, que se ha dado cuenta de mi maniobra, y al que le gustaría tener una excusa para ligar, a pesar de que vamos a setenta por hora.


La complicación viene con el derecho, porque es obvio que si suelto el pie del acelerador como mínimo voy a conseguir algún que otro bocinazo, cuando obligue al resto de coches a aminorar la marcha.


«Jodeeerrr». No es ir con un zapato de cada lo que me pone de los nervios, sino que voy a estropear el exquisito terciopelo, y no podré repararlo. No sé por qué, pero en lugar de clavar el tacón, termino por apoyar parte del talón contra la alfombrilla, y todo mi calzado acaba para el arrastre.


De repente miro al frente —de acuerdo, estaba bastante enfrascada en la visión de los bajos del coche, donde los dos objetos en cuestión parecen burlarse de mi apuro—, y una sonrisa blanda y bastante maliciosa va dibujándose en mi boca según veo acercarse el comienzo del túnel. Ya sabía yo que las cuesta abajo tenían alguna finalidad, aparte de cumplir algún fetichismo de sus creadores.


Me apresuro a soltar el pedal y a comenzar la rápida maniobra, pero entonces el estridente sonido de una sirena me hace saltar en mi asiento y gritar una palabrota muy fea, antes de mirar en todas direcciones como una desquiciada e incrustar mi pie desnudo en el freno, con lo que consigo que el idiota de atrás se acuerde hasta de la quinta generación de mis antepasados. Nota mental: pedirle una relación completa, no tengo ni idea de quién fue mi trastatarabuelo.


Al final, veo la dichosa moto azul marino junto a mi puerta, y al gilipo… —uy, perdón—, al agente que me hace señales para que me detenga en el arcén. Al menos imagino que eso es lo que pretende con los insistentes movimientos de su mano. Suspiro, tengo una cita muy importante en cuarenta minutos, y necesitaré hora y media para estar estupenda, pero segura de que él podrá perdonarme cuando vea el conjunto de tres piezas de La Perla que he comprado para la ocasión, pongo el intermitente —algo que hago únicamente en favor del funcionario—, y estaciono en el arcén, es espera de que se baje de la moto de juguete y venga a tocarme las narices, cosa que no tarda en ocurrir. «Toc, toc, toc». Aprieto los dientes ante los golpecitos en la ventana y le doy al botón, antes de mostrar mi sonrisa fundecerebrosmasculinosesenoeldemásabajo. Lo sé, el nombre es ridículo, pero se lo pusieron mis amigas, Clara y Montse, y después de cuatro años, y de numeras pruebas para demostrar que está más que fundamentado, es imposible hacerlas cambiar de opinión.


—Buenas tardes. Sabe por qué la he parado, ¿verdad? —Mummm, tiene una voz de lo más sensual este poli, me digo, a punto de ronronear.


—¿Para pedirme el teléfono? —Lo sé. Soy una chula. Pero es lo que hay, y me va bien así. Escucho la risa entre dientes antes de alzar la cabeza y quedarme literalmente sin respiración. «Joder con el cuerpo nacional de policía…». Se ha quitado el casco y es, sin exagerar, el tipo más brutalmente guapo que haya visto en mi vida. Estoy pensando seriamente en alistarme, o en hacer las oposiciones, o lo que sea que haya que hacer para estar todo el día al lado de este espécimen. «Tíratelo», dice la chica mala y provocadora que hay en mí, «así estarás muy al lado de él»—. Hace un calor insoportable, ¿verdad? —Le comento.



—¿Sí? —pregunta desconcertado—. Estamos en Enero. —Hago un gesto con la mano, descartando el asunto, y me pego dos tortas mentalmente.


—Tengo muchas calorías. Y bastante prisa. ¿Podría leerme los cargos… o lo que sea? —«Esa sonrisa haría deslizarse las bragas de una monja de clausura por sus flacos muslos y ella ni se daría cuenta hasta que estuviera espatarrada en el suelo, en un revoltijo de faldones de basto algodón». El dueño de tan maravillosa sonrisa se limita a girar el cuello y fijar la mirada en un punto muy concreto de mi cuerpo—. Mis pies están bastante más abajo. —Acoto con diversión y bastante satisfacción, porque soy muy consciente de que la falda que llevo, por llamarla de alguna forma, es tan corta que se asemeja a un cinturón. Muy estrecho.


—Es que son unas piernas de infarto. —Admite sin más.


—¿Tiene permitido decir eso? —Le provoco.


—Soy la autoridad. Puedo hacer lo que quiera.


—Ya —Le sigo la corriente. Aunque los dos sabemos que fanfarronea—. ¿Quiere mis papeles?


—Sí, deme el carnet de conducir.


—Verá, señor agente… Si lo que desea saber es mi dirección… —Parpadeo con ostentación, aunque sé que no es necesario, tengo su absoluta atención en este momento—. Solo tiene que pedírmela. Si lo hace con educación, es muy posible que se la dé. —El hombre se muerde el labio inferior mientras me observa, y reconozco que se me eriza la piel ante el brillo acerado de sus iris verdes.


—¿Intenta sobornarme, señorita? ¿O es señora?


—Larie me va bien —confieso, haciéndole morritos.


—¿Larie? —Se sorprende. Aunque sé que le gusta.


—De Laura.


—Ya. —Asiente—. ¿Sabe que lo que estaba haciendo no solo era ilegal, sino muy peligroso?


—Solo si hubiera chocado. —Le rebato con ojos de cordero, que aunque no le afectan como debieran, al menos le divierten, a tenor de la sonrisilla que tironea de sus carnosos y provocadores labios—. Y estaba a punto de culminar mi… delito cuando me interrumpió —Tener unos ojos como los suyos debiera estar prohibido. En serio, me remuevo en el asiento ante su atenta mirada, que parece leerme sin dificultad, como si apartara la paja y se quedara con la esencia. Y es mi esencia de lo que estamos hablando. Los primeros acordes de Mi nuevo vicio, de Morat, suenan a todo volumen a través del manos libres del coche, y suspiro para mí, obligándome a buscar el móvil en mi bolso mientras la canción sigue sonando entre nosotros. Cuando lo tengo dejo pasar un momento, en el que leo el nombre de mi cita de hoy, antes de colgar sin más y tirar mi IPhone X sobre el asiento del copiloto. Después me inclino, recojo la manoletina, y me la pongo. Cuando vuelvo a incorporarme esos ojos de un intenso verde están esperándome, entre divertidos y exasperados. Y aún en contra de su voluntad, también contienen admiración masculina. Suelo provocar todas esas emociones. Incluso un par más, todas a la vez. Sé muy bien cómo soy, y no me disgusto. Al que lo haga, que arree—. Bueno agente, el tiempo realmente vuela con usted, pero me temo que mi ajetreada vida social me reclama en otra parte de la ciudad, bastante lejos, por cierto. Así que si no tiene intención de esposarme a las barras del cabecero de su cama… —Dejo un segundo para crear expectación antes de seguir—, he de irme, porque mi cita de esta noche sí que tiene planes malvados para mí. —Si quería sacarle los colores al poli me he equivocado de juego. Está como si nada, con su estrecha cadera y uno de sus brazos apoyados contra mi carrocería, y esa fastidiosa sonrisa que muestra todos sus dientes me jode bastante, la verdad. Incluso con el brillo de interés sexual que mis palabras han despertado en su preciosa mirada.


—Aquí tiene —Observo, patidifusa, cómo me tiende la multa junto con mi carnet. Los cojo por inercia, sin salir de mi asombro, y alzo la vista hacia él—. Estamos creando atasco. Será mejor que continúe, así no llegará tarde a su cita y a sus interesantes planes. —Soy una persona apasionada. Cruda, fogosa, exaltada. Así que me muerdo el labio hasta hacer sangre, arranco el motor, y salgo a toda pastilla de allí.


Y no, joder, no he puesto el intermitente, ni siquiera me he fijado si venía alguien por el carril que acabo de ocupar, y estoy rebasando con creces los setenta kilómetros que marca la señal que tengo frente a mí. Me importa una mierda. Estoy… ¿furiosa? La verdad es que no. Sé que no puedo cautivar a todos los hombres, aunque reconozco que no es algo que me pase muy a menudo. Vale, es la primera vez que me ocurre.


El problema es que el morenazo de los ojos de gato estaba bueno y… aceleraba mi corazón más que el siete de enero, día oficial de las rebajas. Hubiera deseado conocerle, dentro y fuera de la cama, y algo me dice que fuera me hubiera gustado en igual medida que dentro. Eso es lo que me tiene es este estado de nerviosismo. La sensación de pérdida. De haber rozado algo y haberme quedado en las puertas.


Giro la cabeza y veo la infame hoja. Estoy en un tris de romperla sin más. Nunca pago las multas. Se acumulan en algún cajón de mi casa desde hace años. Algún día me embargarán la nómina y mi jefe tendrá otro motivo para amenazarme con despedirme. Porque mi lenguaje ofensivo, mi ropa indecente, y mis horarios a la carta no le parecen justificación suficiente frente a la profesionalidad y el buen trabajo que le ofrezco.


Al final la cojo y le echo un vistazo por encima, alternando mi atención entre la carretera y la elegante caligrafía.


Mi carcajada debe de oírse en todo Madrid, pero es que no puedo evitar la alegría que siento en este momento.


Si lo que quieres es perversidad, estaré encantado de ser muy malo contigo.

Pero la primera vez será lento y suave, porque quiero que dure.

Te llamaré, pero deshazte de ese tal Carlos. Yo no comparto.


Es todo lo que pone en la dichosa multa.


No me planteo cómo va a conseguir mi número. Al fin y al cabo estamos hablando del cuerpo nacional de policía.


¡Y qué cuerpo, señor!

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