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  • Raquel Mingo

EL VOLCÁN DE MI DOLOR



La rabia se agitaba en su interior como la lava correría ardiente y descontrolada por el interior de un volcán.


Desde el pequeño pueblo, alegre y pintoresco, no se podía apreciar el peligro, porque la aparente calma cubría el lugar como un manto de paz, engañando al caminante, confiriéndole una sensación de seguridad que se rompería cuando el gigante dormido despertara.


Ella era así, ardía despacio, entre bastidores, esperando su momento, siempre esperando. Y cuando este llegaba, cuando alcanzaba el punto de ruptura, simplemente era imparable.


Intentó controlarse, decirse que al día siguiente todo se vería mejor. Pero sabía que no era cierto, las decisiones que tomaba, aunque fueran en plena ebullición, siempre se mantenían.


Notó cómo la presión podía con los límites de su resistencia, cómo el recipiente que la contenía se resquebrajaba, cómo toda esa ira y frustración se filtraba por los poros de su ser.


Y finalmente se dejó ir. Porque nada importaba si no había fidelidad a lo que se era. Podía perderlo todo, o no ganar nada, pero se tendría a sí misma. Y para alguien que se había perdido tantas veces en un camino cruel y despiadado, aquella recompensa valía cualquier precio.


Y el volcán escupió su ceniza, cubriendo las casas, los coches, los árboles, y envolviendo el cielo en un color oscuro y plomizo.


Y después llegó el magma, lento, abrasador, destructivo, e imparable.


Y acabó con todo, con una furia sin límite, sin discriminar, sin contemplaciones.

Aquel pueblito animado y encantador terminó reducido a polvo, y ni siquiera eso aplacó al volcán, que siguió escupiendo resentimiento y enojo, hasta que se sintió tan vacio que solo pudo llorar, a solas y en silencio, hecho un ovillo en un rincón de algún lugar, muerto de frío y dolor.

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