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  • Raquel Mingo

"Te he querido incluso cuando te he odiado" 1º capítulo de PARA HACER CONTIGO LO QUE QUIER


PRÓLOGO

Javerston se sentía exultante.

Por fin había llegado el momento de llevar a cabo sus estudiados planes. Saboreó la sensación de bienestar y plenitud que lo embargó, la dejó rodar por su paladar como un buen whisky escocés y exhaló con lentitud, mareado por la embriagadora emoción de poder anticipado.

Había luchado mucho durante años para llegar a ese instante y quizá lo peor de todo diría que había sido ampararse en las sombras para conseguir su fin. Detestaba los ambages y las máscaras, era un hombre que se jactaba siempre de ir de frente y sin embargo había actuado mediante representantes, empresas fantasmas, interlocutores, siempre a través de terceros. De otro modo nunca lo habría conseguido. No lo tendría ahora contra las cuerdas, a punto de desmoronarse frente a la ruina, primero económica y posteriormente social, y llevarse consigo a toda su aristocrática familia, pero sin saberlo aún. Y eso no era lo peor que le tenía reservado.

Juntó los dedos de ambas manos en una pequeña pirámide, observando la figura sin verla en realidad. No podía contener la impaciencia. Por fin había llegado el momento de dejarse ver y precipitar los acontecimientos.

Iba a destruir al hombre que se lo había arrebatado todo.

Empezaba el juego.



CAPÍTULO 1

Una hora más tarde, el marqués de Rólagh se arrellanó en el sillón que presidía el enorme escritorio de madera maciza de su estudio, mientras contemplaba con una expresión de estudiado aburrimiento cómo el vizconde Crassdanl atravesaba la estancia y, sin pedir permiso se desplomaba lánguidamente sobre una de las dos sillas gemelas de piel negra situadas frente a él.

—Hoy es el gran día —comentó su visitante. Y sin embargo no había verdadera alegría en sus palabras. Sabía de sobra la opinión de ese hombre respecto a sus propósitos, se la había comunicado en diversas ocasiones y de muy variadas formas en los últimos meses, pero si no lo había hecho cambiar de opinión hasta entonces, tampoco lo conseguiría ahora.

—Sí —acotó—. Lo es.

—Estás impaciente ¿no es así? —Una ligera sonrisa, más irónica que otra cosa, asomó a sus labios.

—Me conoces bien, Darius, pero estoy procurando disfrutarlo.

—Estirando los últimos momentos ¿no? —La afilada y dura mirada del marqués no cedió ni un ápice, ni siquiera pareció levemente avergonzado cuando lo admitió.

—Sí —fue todo lo que dijo. Los ojos marrones de su interlocutor se suavizaron de manera notable.

—Es más que comprensible, Javo. Si tan solo no la metieras a ella en esto… —Se detuvo cuando lo vio levantar la mano, pidiéndole que lo dejara.

—Lo hemos discutido hasta la saciedad, Dar, y sabes que mi determinación es firme. La necesito para llevar a cabo mis planes y no voy a sacrificarlos por nada ni nadie. —Su mirada se afiló—. Ni siquiera por ti.

—Lo sé. —El vizconde miró a otro lado durante un rato, incapaz de soportar lo que esos ojos expresaban, a pesar de estar enterado de las pesadas cargas que ocultaban. Su amigo pareció leerle el pensamiento, como atestiguaron sus siguientes palabras.

—Tú mejor que nadie entiendes mis motivaciones. Eres el único que conoce la historia completa. —La mirada del vizconde volvió a buscarlo y esta vez mostraba una firmeza que no había estado ahí desde que entrara en el estudio. Su sonrisa, por lo general burlona y despectiva, también había regresado.

—Tienes razón, por supuesto. Es solo que la damita me da lástima. Es joven e inocente, muy diferente de él, y me pregunto por cuánto tiempo conseguirá permanecer así estando a tu lado.

—No mucho, espero. Ese tipo de mujer me aburre soberanamente.

—Los hombres son criaturas aburridas —sentenció lady Ailena Lusía Sant Montiue, ignorando con firmeza a sus dos hermanas, que lanzaban risitas tontas por lo bajo.

—Vamos Lusi, reconoce que tienen sus encantos. —La mayor de ellas, Alexandria, enfrentó sus ojos azules sin parpadear y con una ligera sonrisa en sus carnosos labios—. Algunos de ellos, en todo caso —cedió con gentileza.

—El día que tenga constancia de ello te lo haré saber —contestó malhumorada. Tomó un delicado sorbo de su taza de té mientras le daba vueltas al asunto y después volvió a la carga—. Pero hasta entonces me temo que tendremos que aguantarles, por muy pedantes, egoístas y superiores que se crean. Al menos hasta que a papá se le pase esta vena por verte casada, Alexa. —La aludida suspiró, ya que sí que estaba harta de la ristra de posibles pretendientes que su padre le había estado pasando bajo las narices durante las últimas semanas. Parecía que en cuanto las campanadas del reloj anunciaron su vigésimo cumpleaños, al conde se le había metido entre ceja y ceja que estaba quedándose para vestir santos y que se hacía imperativo poner manos a la obra para evitarlo a toda costa. Y no era que ella no quisiera casarse. En su momento. Ahora lo que deseaba era vivir, no encadenarse a un hombre de las características que con tanta sabiduría había descrito su hermana y languidecer en un matrimonio de conveniencia, pariendo un hijo tras otro cada año. Suspiró resignada, deseando por milésima vez haber nacido varón.

—No creo que se le vaya a pasar, Lusi. Quiere verme frente al altar antes de que acabe la temporada.

—¡Pero si para eso faltan dos meses! —Alexandria la miró con fijeza durante unos instantes.

—Exactamente —fue todo lo que dijo. Ailena se echó hacia atrás en el asiento, recuperando la compostura cuando por el rabillo del ojo observó la expresión de ansiedad de su hermana pequeña.

—¿Por qué tanta prisa? —preguntó la mediana de las Sant Montiue a la salita en general—. Que yo sepa no has mostrado interés en ningún caballero en especial.

—Porque no lo tengo. Ninguno me ha llamado la atención hasta el punto de querer atarme a él los próximos cincuenta años. Ni a su cama, ya puestos. —Ailena ocultó una sonrisa. Su hermana solía engañar a todo el mundo. Su increíble belleza, clásica y sin una sola imperfección, realzada por su cabello rubio y sus enormes ojos miel claro, y esa aura de absoluta fragilidad, unidas a su porte delicado y unos modales suaves y totalmente fingidos, daban la impresión de una dama recatada y dúctil. Pero nada más lejos de la realidad. La chocante verdad era que lady Alexandria era una mujer con unas ideas muy claras, una cabeza muy bien plantada y un carácter fuerte y decidido, además de un vocabulario variado y florido. Todas esas… características de su personalidad procuraba guardarlas bajo siete llaves en presencia de extraños, pero nunca se reprimía con la familia. Gracias a Dios.

—Bien, teniendo muy claro ese punto, lo que tenemos que hacer es decidir qué vamos a hacer para echar por tierra los planes de papá. —La habitación se quedó en silencio tras esas palabras y no era difícil saber por qué.

—Lusi…, más me valdría hacerme a la idea… —La expresión de su hermana la detuvo. Si pudiera verse a sí misma en ese momento…— ¿Y cómo piensas conseguir semejante proeza? —preguntó en cambio.

—Haciéndole frente, por supuesto. No pienso permitir que te obligue a casarte en contra de tu voluntad, vete a saber con quién. Esta vez no nos utilizará, chicas. —Las otras dos se removieron, nerviosas, en sus respectivos asientos. Se miraron la una a la otra durante un interminable minuto y por fin se giraron hacia ella. La pequeña, que no había abierto la boca todavía, lo hizo entonces.

—Tendrás que hacerlo tú, Lusi. Siempre has sido su preferida. A nosotras nos despedazará.

Estaba dentro.

Intentó controlar los latidos de su corazón, que le pareció que podían oírse por encima de los pasos del mayordomo, que se alejaba con su tarjeta de visita para preguntarle al conde si podía recibirlo.

No sabía qué contestaría. Quizá después de esos años se sentía lo bastante seguro como para calmar un tanto su curiosidad por él y entonces sí le permitiría pasar, pero podría ser que siguiera siendo un cobarde, y el criado volviera para presentar una excusa con la que poder echarlo rápidamente.

Nunca había estado allí, aunque la tentación había sido fuerte. Miró alrededor, al amplio vestíbulo de madera y mármol con sus columnas… La pequeña y casi etérea figura que bajó las escaleras corriendo y se detuvo de golpe cuando lo vio lo sacó de sus cavilaciones. Era casi una niña, aunque sus formas de mujer estaban casi completas. Se miraron durante unos pocos segundos en un silencio paralizante. Entonces se escuchó un ligero carraspeo.

—Su señoría, lord Monclair, lo recibirá en su estudio. Si me acompaña… —Javerston afirmó con la cabeza, eufórico por dentro. Se giró hacia la damita, pero había desaparecido y sin dedicarle un solo pensamiento más siguió al sirviente hacia su presa, sintiendo cómo todos sus nervios se tensaban, uno tras otro. Y por primera vez en años rezó. Para poder controlarse y no matar a su enemigo en su propia guarida con sus manos desnudas.

La puerta se abrió y un hombre alto, de pelo oscuro salpicado con algunas canas, que había estado mirando por la ventana el verde y prolífico jardín, se dio la vuelta para encararlo. Una parte de él, oculta a todos bajo su fachada serena e indiferente, retrocedió involuntariamente. Aquel hombre atractivo a pesar de estar en los cincuenta, que conservaba un buen físico y se vestía con elegancia y a la última moda, no era lo que esperaba. Por supuesto él hubiera preferido un villano en toda regla, con la ropa manchada y arrugada, y feo y gordo. E incluso con una o dos verrugas. Y por supuesto con cuernos y rabo, como correspondía a Lucifer.

Se midieron durante un buen rato sin mediar palabra y al fin el conde fue hasta el aparador de las bebidas y se sirvió un brandy. Aquel gesto aflojó un tanto el nudo de sus entrañas. Apenas eran las diez. Un poco pronto para beber, a no ser que no estuviera tan tranquilo como aparentaba o que acostumbrara a hacerlo de forma habitual. Lo invitó a acompañarlo con un gesto, pero él declinó el ofrecimiento.

El hombre regresó y ocupó el sillón frente al escritorio, indicándole uno de los asientos al otro lado. Se sentó, esforzándose por mostrarse desenfadado. Iba a disfrutar de cada momento que pasara en aquella habitación y para ello lo mejor era ponerse cómodo.

—Debo reconocer que no esperaba en absoluto esta visita —acotó su anfitrión con voz monótona.

—Lo imagino —terció, imitando su tono, como si el solo hecho de estar allí lo aburriera. Pero Monclair sabía que no era así porque, a pesar de la estudiada indiferencia que mostraba aquel joven al que esperaba no ver jamás, era consciente del odio encarnizado que proyectaban sus penetrantes ojos marrones. E involuntariamente tembló, pero se cuidó muy mucho de no demostrarlo.

—¿Y a qué debo el… placer? —Una sonrisa lobuna apareció en el rostro del marqués antes de que lo mirara con intensidad.

—¿Conoce la compañía International Hunter? —lanzó sin ambages. El hombre dio un leve respingo, apenas disimulado por el gesto de recoger mecánicamente los papeles desperdigados por la mesa.

—¿Y usted? ¿Dónde ha oído hablar de ella? —preguntó con suspicacia. Javo alzó una mano e hizo un movimiento vago.

—Oh, aquí y allá. La cuestión principal es si usted sabe lo suficiente sobre esa empresa —contestó, enigmático.

—¿Suficiente para qué? —Solo los fríos ojos de Rólagh le contestaron desde el otro lado del escritorio—. Está bien. Es la compañía naviera en la que invertí hace unos años —concedió de mala gana.

—¿Y qué me dice de la mina Prince en Irlanda o el lucrativo acuerdo comercial a través de la Royal International Company para aligerar a la India de algunos de sus tesoros? —La piel del hombre se había ido volviendo cetrina según hablaba y algunas gotas de sudor resbalaban por su frente.

—¿Cómo… cómo sabe todo eso? —graznó en un susurro.

—Eche un trago —le ordenó en tono duro. Sin pensarlo, Monclair lo hizo. Después pareció fortalecerse. Su mirada se volvió fría y su expresión se cerró en banda.

—¿A qué ha venido exactamente? —preguntó con la voz más firme.

—Llegaremos a eso en algún momento de esta conversación, pero no ahora. —Se repanchigó en su silla, disfrutando de la sensación de poder que ejercía en ese instante. La sangre fluía con rapidez por sus venas, la sentía, caliente y espesa; el pulso le martilleaba las sienes; el corazón le bombeaba a mil por hora. En definitiva, la adrenalina era una sensación potente y casi adictiva—. Esas son las empresas donde tiene todo su capital invertido. —El otro hombre endureció la mandíbula como único signo de reconocimiento—. Sin ellas, estaría en la indigencia.

—Son empresas sólidas. Los beneficios inmensos. No sé a dónde quiere ir a parar. De hecho, esta conversación sin sentido ha ido demasiado lejos. No suelo hablar de mis finanzas con extraños.

—Pero nosotros no somos extraños, ¿verdad, Monclair? —La pregunta, apenas un susurro rasgado, explotó en la habitación como la bola de un cañón.

—Desconozco…

—Por supuesto que sí. No he venido a eso hoy.

—Entonces ¿a qué? —le espetó, furioso.

—A decirle que sus tres empresas, las que mantienen saneadas sus cuentas, sus propiedades intactas, su comida en la mesa, sus facturas pagadas, sus hijas bien vestidas y con buenas dotes para que sigan una temporada más en el mercado matrimonial… Esas tres compañías son un fraude —El silencio, ominoso y opresivo, se instaló en el estudio. La verdad fuera dicha el conde sería un buen jugador de póquer. Nada en su expresión reveló sus pensamientos o la vorágine que lo estaría consumiendo. Se limitó a mirarlo con fijeza durante un buen rato, rearmándose, para dejar aflorar una sonrisa algo despectiva mientras se ponía en pie.

—Ha sido suficiente. Mi asistente lo acompañará a la salida. —Javerston no se movió, tampoco levantó la vista para encontrar su mirada.

—Siéntese —se limitó a decir.

—Mire, he tenido más que paciencia…

—Ahora. —La palabra restalló como un látigo entre ellos. El estudio se quedó en silencio. El conde se dirigió al otro lado del escritorio, pero se negó a sentarse. En su lugar observó el floreciente jardín, de espaldas a él.

—Termine de una vez —acotó con voz tensa.

—Ninguna de las compañías donde tiene depositados sus magros ingresos se mantiene a flote. A decir, verdad soy el propietario de todas ellas. Y acabo de cerrar el grifo. No habrá más beneficios escandalosos. Está en la más absoluta ruina. —Su archienemigo se giró de golpe, los ojos mostraban aturdimiento e incredulidad, pero se mantuvo firme, a pesar de que probablemente estaba a punto de sufrir una apoplejía.

—¿Qué sandeces está diciendo? —inquirió con voz ronca, prueba de lo que le estaba costando contenerse.

—Que esas empresas en realidad nunca existieron. Son una mera invención mía (bastante buena, cabría decir) para hundirlo. Y ahora lo está, amigo, hasta el mismísimo fondo… y puede estar seguro de que nada ni nadie podrá sacarlo de allí. —Su tono rezumaba satisfacción, y el aroma de la venganza bien planificada y escenificada con precisión quedó flotando entre ellos.

—¿Qué quiere? —preguntó entre dientes.

—Su sangre, por supuesto, vertida gota a gota por mi mano, resbalando entre mis dedos mientras sus horrorizados ojos me miran por última vez, sabiendo que voy a quedarme con todo cuanto es precioso y vital para usted.

—¿Qué quiere decir? Podría haberme matado cientos de veces durante estos años…

—Por supuesto que sí. —Lo cortó con brusquedad. Sus ojos, ahora negros, lo taladraban. Su expresión era siniestra y, por primera vez en su vida, Sebastián Sant Montiue tuvo miedo y estuvo seguro de que este podía olerse—. Pero va a sudar un poco antes de eso, maldito bastardo.

—¿Y piensa empobrecerme antes de asesinarme?

—Me temo que no comprende su situación, Monclair. Esas sociedades en las que lleva años invirtiendo hasta la última de sus moneditas son empresas fantasmas con nombres falsos, creadas por mí con el único objetivo de hacerle picar el anzuelo, cosa que hizo con increíble facilidad y absoluta candidez, debo añadir.

—No es posible. —Negó con la cabeza, sabiendo en el fondo de sí que todo era cierto. Aquel muchacho arrogante que rezumaba maldad por todos los poros tenía motivos más que suficientes para odiarlo y ahora sabía que llevaba años trazando sus meticulosos planes para tomarse su justa revancha—. Esas corporaciones tienen socios de renombre, pares del reino…

—Que se han prestado amablemente a ayudarme —contestó con suavidad. Por supuesto, los dos sabían que mentía. A lo largo del tiempo habían existido muchas irregularidades de por medio: sobornos, chantajes encubiertos, favores cobrados, amistades presionadas y todo tipo de tratos hasta que consiguió tenerlo donde quería, en ese estudio, sudando la gota gorda, comprendiendo al fin la fea realidad—. Esas empresas están ya en proceso de desmontaje. Sus acciones valen menos que el papel en el que están impresas. Para el lunes se hará público que no dispone de fondos ni para pagar al carnicero. —Hizo una pausa teatral para que toda la información penetrara en su abotargado cerebro—. Y que por supuesto sus hijas han perdido su atractiva dote. —La mirada del conde se alzó de pronto.

—Las chicas… —Una sonrisa ladeada se dibujó en los labios del marqués mientras le enfrentaba—. Esto es entre nosotros, Rólagh. —Sus ojos mostraban cierto temor, pero su voz era dura.

—¿Lo es? —El odio encarnizado había vuelto a la expresión del joven, recordándole de golpe el porqué de aquel ataque certero—. ¿Usted y yo, Monclair? —El hombre mayor dejó caer la cabeza.

—Márchese. Ya se ha divertido con su pequeña opereta y puede sentarse en el palco de honor a disfrutar del resto de la función, esta vez sin mancharse las manos.

—Aún no he terminado.

—¿Qué más quiere? —preguntó con tono cansado—. ¿Ha cambiado de opinión y desea un poco de esa sangre de la que habló antes?

—Ahora que lo menciona, sí. —Levantó la vista hacia él, pero no pidió clemencia. Sabía que no la obtendría.

—Bien pues. Aquí me tiene. —Javerston sonrió.

—No de ese modo. —Vio su mirada de incomprensión y su sonrisa se hizo más amplia—. Quiero a lady Ailena. —La sangre abandonó el rostro del conde, como si de verdad se la hubiese extraído, tal y como deseaba. Estaba paralizado y sus ojos grises mostraron estupefacción y algo muy parecido al pánico.

—¿Qué coño está sugiriendo? —La rabia le dio a su rostro un tono carmesí.

—Quiero a su hija —se limitó a afirmar de nuevo.

—¿Cree que voy a permitir que convierta a Lusía en su amante? —Javo parpadeó, confuso. ¿Lusía? Entonces recordó que ese era el segundo nombre de la dama.

—Voy a casarme con ella —aclaró. Fue el turno del otro de quedarse sin palabras.

—¿La quiere por esposa?

—Eso he dicho.

—¿Por qué?

—Es asunto mío.

—Por supuesto que no, pedazo de cabrón. Es mi hija y no se la cedería jamás, sobre todo teniendo en cuenta que no voy a sacar nada con ello…

—¿Quizá salvarla a ella de la pobreza? —sugirió con voz suave. Monclair se calló—. Y supongamos que si me la entrega, me olvido de mis intenciones de arruinarle. Al fin y al cabo, un hombre sumido en la dicha de la vida conyugal… —Escuchó con claridad el crujido de los dientes de su futuro suegro y se sintió mejor que nunca, a pesar de estar mintiendo como un bellaco.

—¿Olvidará su venganza si le entrego a mi hija?

—No me haga repetirme, Monclair.

—¿Y cómo sé que cumplirá su palabra una vez se haya casado con ella? De hecho, si lo que dice es cierto, ya estoy en la quiebra. Sus inexistentes empresas me han llevado a la bancarrota.

—Tendrá que arriesgarse, por supuesto. De todos modos, sus opciones son escasas y cada cual peor. Si acepta mi propuesta, sin embargo, le devolveré toda su fortuna para que puedan volver a esquilmarle. —El conde se paseaba de un lado a otro de la sala, dándole vueltas al tema, sin convencerse.

—Es joven y rico, con un título antiquísimo. Puede elegir esposa entre la flor y nata de la sociedad ¿Por qué tiene que ser mi hija?

—No esperará salirse de rositas, ¿verdad? Su hija a cambio de su patrimonio. Yo nunca perdono. —Sebastian aguantó su mirada a duras penas durante lo que le parecieron horas. Sintió que mantenían un pulso que nunca estuvo preparado para ganar.

—Elija a otra. Tengo dos más… —Se interrumpió al ver el gesto imperioso de su mano.

—Lady Alexandria, de veinte años, y lady Amarantha, de diecisiete. No estoy interesado. La quiero a ella.

—¿Por qué? —volvió a preguntar. Esta vez la sonrisa socarrona del marqués hizo juego con su mirada malvada, segundos antes de contestarle.

—Porque ella es toda tu vida, viejo. Y voy a encargarme de destruir su inocencia y su bondad, hasta que no te quede nada por lo que vivir. Igual que tú hiciste conmigo.

Cuando recibió la augusta orden de su padre de bajar a su estudio, una leve chispa de inquietud se apoderó de ella, a pesar de sí misma. Detestaba ser tan débil como para tenerle tanto respeto a su progenitor, que a menudo rayara en el temor, pero sabía que no era un buen hombre y que el amor filial que debería profesarles a sus hijas estaba teñido de avaricia, desencanto y estrategia. La penosa verdad era que las tres hijas del conde de Monclair solo eran peones desechables en su bien colocado tablero de ajedrez.

Y parecía que él acabara de mover ficha.

Arrastrando los pies se dirigió hacia la habitación que tenían prohibido pisar salvo que fueran reclamadas a ella, como en esa ocasión.

«¿Y ahora qué he hecho?» se preguntó, esforzándose por recordar todos sus movimientos de los últimos días, sin encontrar nada embarazoso o fuera de lugar en su conducta. Procuraba ser un dechado de virtudes de puertas para fuera, para que ninguna de sus hermanas fuera castigada por su culpa. Había aprendido desde muy pequeña a portarse bien por el bien de las otras y lo mismo habían hecho ellas.

De pie frente a la puerta cerrada del dominio exclusivo del conde, apretó los puños a los costados e inspiró con fuerza, haciendo un gesto al lacayo que esperaba para abrirle.

Su padre, como siempre, la hizo esperar, fingiendo que no se había dado cuenta de su presencia. Cuando al final se dignó a levantar la mirada, apreció los mismos ojos grises duros y fríos que llevaba viendo toda la vida. Aunque ese día parecía más viejo y cansado que de costumbre, y esa asombrosa constatación la sobresaltó un tanto.

—Siéntate, Lusía. —Lo hizo con desgana. No hubiera sabido decir por qué, pero intuía que aquella conversación iba a desagradarle sobremanera. Sebastian Saint Montiue estudió a su hija con su actitud distante y franca de siempre, sin permitirse sentimentalismos, aún si hubiera sabido qué significaba esa palabra. Era escandalosamente hermosa, con su espesa melena castaña oscura, con ciertos reflejos rojizos y esos gruesos bucles naturales, enmarcando un rostro tan perfecto que costaba asimilarlo, de ojos grandes y rasgados en las comisuras, de un azul imposible en su color e intensidad, con una nariz pequeña y respingona, unos pómulos altos y una boca grande, ancha y sensual, muy sexy. Era menuda, de un metro sesenta y cinco a lo sumo, pero dotada de unas curvas sinuosas, realzadas por unos senos altos, de un tamaño perfecto para la mano de un hombre de las proporciones del marqués, una cintura de avispa aún cuando no llevaba un corsé y unas caderas anchas y redondas. Su trasero, arrogante y llamativo, era el complemento perfecto para unas piernas bien torneadas gracias a muchas horas de montar a caballo. El conde sabía todo esto porque conocía bien a todas sus hijas, a pesar de prestarles poca atención, y porque tenía fama de ser un gran seductor y reconocía ante sí que se había ganado esa reputación a pulso. Desconocía si aquel bastardo conocía a Lusía pero, de ser así, no le sorprendía que la quisiera para sí; cualquier macho entre los quince y los ochenta la desearía. Pero malditas las ganas que tenía de cedérsela. El problema consistía en que no tenía muchas opciones. En unos pocos días el mismo marqués se encargaría de hacer públicas las noticias de su inminente bancarrota, y entonces las posibilidades de la chica de contraer matrimonio se irían al garete. Al menos había tenido tiempo de investigar la solidez financiera de su enemigo y en verdad era rico como Creso. Podría darle una buena vida. «Aunque solo sea a nivel económico» se dijo. Lamentaba no poder hacer lo mismo por las otras dos, pero en dos días no podía hacer milagros y ese era todo el tiempo que le había dado. Al día siguiente tendrían que darle una respuesta.

—Tiene tres días para contestarme, Monclair. Pero sabe tan bien como yo que una vez que se sepa el estado de sus finanzas sus tres hijas se quedarán para vestir santos. Toda su familia terminará en la indigencia —le había espetado con completa indiferencia aquel día, cuando se presentó en su casa para empezar con su venganza.

—¡Maldita sea, ellas son inocentes! —había bramado.

—¿Quiere que le dé nombres? —había gritado él, superando su rabia con creces—. ¿De los inocentes que pagaron…? —Se calló con un gran esfuerzo, su pecho subía y bajaba a un ritmo imposible—. Son sangre de su sangre, así que me figuro que no pueden ser unas corderitas pero, aunque lo fueran, no representarían más que daños colaterales. —Su expresión volvía a ser neutra, relajada de nuevo—. Tres días, Monclair. Y debe ser ella la que me responda. —El otro se volvió de golpe.

—¿Qué?

—Si soy aceptado, quiero que sea lady Ailena la que me lo comunique en persona. —Lo taladró con la mirada—. Sin coacciones. —En ese momento él mismo miraba a su hija y se preguntaba qué podía decirle, sin descubrir lo que ocurriría en los próximos días, para convencerla de que debía casarse con un desconocido al día siguiente. Y a pesar de saber que era lo único y lo mejor que podía hacer por ella lo lamentó terriblemente. Aunque jamás lo admitiría en voz alta, era su favorita.

—He recibido una petición de mano… —Ella hizo un gesto para interrumpirlo.

—Padre, sé que quieres casar lo antes posible a Alexa, pero no estamos dispuestas a que la obligues…

—Basta. —Aquella simple palabra la hizo callar—. La proposición ha sido hecha en tu nombre, Lusía. —La boca de la joven se abrió, pero durante un momento no salió sonido alguno.

—¿Me han solicitado en matrimonio… a mí? —consiguió balbucear al fin, con los ojos como platos.

—Eso he dicho. —Un pesado silencio, roto tan solo por el trino de los pájaros en el exterior, se instaló en la sala mientras asimilaba la noticia.

—¿Quién? —Entonces fue el conde el que pareció reacio a contestar.

—El marqués de Rólagh.

—¿Un marqués? —preguntó, cada vez más impresionada y… extrañada—. No me suena nada ese título ¿Se supone que lo conozco?

—Según creo, no, pero de igual modo quiere casarse contigo.

—Pero ¿por qué, si no me conoce?

—Vamos, Lusía, no seas estúpida. Sabes cómo funciona esto. Se trata de matrimonios de conveniencia, de unir familias y títulos, y esta es una buena alianza, sobre todo para nosotros. —La mirada de reproche y estupefacción de la muchacha le dijo que los problemas estaban por llegar.

—Padre, no quiero casarme. Ni con el marqués ni con ningún otro, de momento.

—No recuerdo haberte preguntado. Te estoy informando que mañana lord Rólagh vendrá por una respuesta y que se irá de esta casa con una esposa. —Ailena se levantó de un salto.

—¿Mañana? —gritó, casi presa de la histeria.

—Sí, el marqués tiene prisa por solucionar este asunto y yo no veo por qué esperar.

—¿Aparte de la decencia y las amonestaciones, quieres decir? —preguntó con suavidad.

—Aparte de que lo quiero así y así se hará —dijo con voz de acero, señal de que era mejor retirarse.

—¿Y por qué esta charada? ¿Por qué no le diste tu aprobación sin más cuando hizo su oferta? —preguntó, su voz rezumando ironía.

—Porque quiere que seas tú quien lo acepte.

—Pues no lo haré —contestó con calma. Su padre se levantó lentamente y con mucha tranquilidad rodeó el escritorio y llegó hasta donde estaba ella. Sin aviso alguno, le cruzó la cara de un bofetón tan fuerte que la tiró al suelo, tres metros más atrás. No lo vio llegar, puesto que el zumbido en los oídos amortiguó las pisadas en la madera y las lágrimas le impidieron ver las puntas de sus botas negras junto a sus rodillas, así que cuando la agarró del pelo y tiró hasta ponerla de pie, la sorpresa y el dolor la hicieron soltar un angustiado grito. Lo miro con ojos desorbitados cuando sintió su garra de acero enroscándose en torno a su delgado cuello, apretándolo con fuerza y sofocándola en cuestión de segundos—. Padre… —musitó aterrorizada. Sebastian la miró sin expresión, recordando la última parte de su conversación con el hombre que lo tenía entre la espada y la pared.

—Seguro que hay otra manera de arreglar esto, Rólagh. Tengo una gran influencia en Londres, conozco a mucha gente importante. Cualquier cosa que quiera puedo conseguirla. —El joven lo había mirado con una sonrisa ladeada, como si hubiera estado esperando esa oferta toda la mañana. Y empezó a respirar más tranquilo, pensando que por fin había encontrado una salida.

—Puede que haya algo —concedió.

—¿El qué?

—¿Puede devolverle la vida a los muertos? —preguntó con suavidad, para acto seguido mirarle con ojos llameantes—. Si ella no se casa conmigo, no tendrá que preocuparse por ser pobre, porque lo mataré. Pero le juro que lo haré de manera lenta y muy, muy dolorosa, lo que supondrá días de torturas y sufrimiento. Y disfrutaré de cada instante.

En ese momento, mientras estrangulaba a su hija preferida, seguía oyendo el eco de su risa maligna a la vez que imaginaba cómo iba a terminar con él. Meneó la cabeza con brusquedad y la soltó, comprendiendo que le había faltado un pelo para que fuera demasiado tarde. Ella se desplomó en la silla, tosiendo entre convulsiones.

—Entiende esto porque no voy a repetirlo. Mañana te casarás con ese hombre y le dirás que lo haces por decisión propia, que nadie te ha obligado. —Ella levantó poco a poco la cabeza para mirarlo, sus ojos anegados en lágrimas—. Si te niegas —advirtió—, empezaré con tus hermanas. —No fue necesario más. Un momento después los hombros femeninos, que siempre habían demostrado terquedad y orgullo, se encorvaron hacia delante, derrotados.

Javerston entró por segunda vez en pocos días en aquel estudio, con la misma sensación de confianza y bienestar que cuando estuvo allí con anterioridad. Sabía que dominaba por completo la situación y al hombre que le esperaba de nuevo junto a la ventana, y eso le hacía bullir la sangre de emoción. Se contuvo, consciente de que aún le quedaba un largo trecho por recorrer antes de ver conseguidos sus objetivos, al menos por ese día.

—Monclair —saludó sin una pizca de cordialidad en su voz, dejándose caer con languidez en la silla que ocupara en su anterior visita, gozando en su interior de la mirada de reproche que le dirigió por su falta de modales—. ¿Dónde está su hija?

—Bajará en un momento —se limitó a contestar, dándole la espalda y prestando toda su atención al jardín. Al parecer, todos podían jugar a ser descorteses. Unos minutos después la puerta se abrió y ambos hombres se giraron al unísono. Javo se levantó cuando vislumbró unas faldas de un blanco cegador y un segundo más tarde ya no fue capaz de hilvanar ningún pensamiento coherente ¡Por Dios Santo! ¿Aquella era la mujer que iba a convertirse en su esposa? pensó parpadeando varias veces para asegurarse de que no estaba soñando. Porque verdaderamente esa morenaza curvilínea y despampanante era el sueño húmedo de todo hombre en edad de levantársele. La miró y entonces se perdió en unos ojos azul cobalto, de un tono tan intenso y rico que hasta ese momento no supo que pudiera existir. Era como ver el mar que las novelas románticas describían con profusión de adjetivos ridículos, pero que a pesar de todo no se conseguía llegar a visualizar con la mente. «Y ahora podrás verlo todas las mañanas al despertar» le susurró una insidiosa vocecita que se apresuró en aplastar.

—Lusía, este… caballero —El marqués ocultó una sonrisa ante la evidente reticencia por parte del conde de otorgarle tal tratamiento—. Es lord Javerston Lucian de Alaisder, marqués de Rólagh, y como ya sabes ha venido a pedir tu mano. —El joven se acercó y besó con galantería sus dedos enguantados, manteniendo el contacto visual.

—Es un placer, lady Ailena.

—También para mí, señoría —murmuró con voz tensa.

—El marqués está esperando una respuesta, muchacha —la apremió en tono duro el conde. La joven se giró hacia él, con lo que la parte izquierda de su rostro quedó visible. Se escuchó un gruñido sordo y padre e hija lo miraron sorprendidos.

—Quiero hablar a solas con ella —exigió mirándola con fijeza.

—No es necesario. Ha aceptado…

—Ahora, Monclair. Márchese. —Después de unos breves segundos de silencio absoluto, Sebastian salió de la habitación, y cerró tras de sí.

Ailena estaba estupefacta. Nunca había sido testigo de que alguien pusiera en su sitio a su tirano padre, y mucho menos con tres míseras palabras, y el que había obrado ese milagro era ni más ni menos que su futuro esposo, el cual, cabía añadir, le daba cien veces más miedo que el propio conde. Siguió observándole mientras él a su vez le daba un buen repaso a ella. Era un descarado por mirarla de aquella forma, de la cabeza a los pies, como si pensara comprar un caballo y estuviera valorando sus cualidades. Ya había sido objeto de vistazos parecidos desde que se presentara en sociedad un año antes, aunque siempre de manera mucho más disimulada. Pero no iba a quejarse, ya que ella misma le estaba echando una ojeada similar. Suspiró para sí, aquel sí que era un hombre guapetón. Ni siquiera eso, indecentemente hermoso sería una definición más exacta, aunque dudaba que pudiera dar con las palabras correctas que describieran tanta… perfección, abundancia, exuberancia. Su cabello espeso y largo, rozándole casi los hombros, era negro con reflejos azulados y le recordó el plumaje de un cuervo. Su rostro cuadrado y fuerte, de rasgos marcados pero elegantes, con labios gruesos y provocativos y unos ojos marrones oscuros, como el café negro y espeso, sin alterar por la leche o el azúcar… «Iguales de amargos y desagradables» pensó cuando se hundió en ellos. Tan glaciales y despiadados que sintió un escalofrío que empezó en su nuca y se fue deslizando por todo su cuerpo. Dios Santo. ¿Y tenía que casarse con ese hombre? Acababa de conocerlo, pero su instinto le gritaba que era aún peor que su padre. Mucho peor. Y si esos brazos, que la impecable chaqueta de lana gris marengo apenas podía contener a pesar de estar hecha a medida, decidían demostrar quién mandaba como hiciera este el día anterior, la mandarían directamente fuera de la habitación como si tal cosa. Incluso las soberbias piernas, enfundadas en aquellos ajustadísimos pantalones de ante, exhibían una inconfundible musculatura, conseguida sin duda a base de disciplina y ejercicio.

De repente el pánico se apoderó de ella. Aquel gigante que la miraba como si fuera su enemiga era un completo extraño, y la manera en que el conde la había obligado a aceptar aquella propuesta… solo la imagen de sus hermanas en la salita de arriba, retorciendo nerviosas las faldas de sus vestidos, esperando con ansiedad el fin de esa entrevista y, por qué no admitirlo, sus propias sentencias, le impidió salir corriendo de allí. Y algo de su incorregible orgullo. Echó mano de su famoso espíritu, escondido durante su pequeña crisis de ansiedad, y se enfrentó a la situación con todo el coraje que pudo reunir… y con las manos temblándole sin control.

Javerston aplaudió mentalmente. En medio de la rabia ciega que lo había embargado al comprobar que ese cabrón había golpeado a su hija para obligarla a que se casara con él, incumpliendo además con ello sus directrices expresas, y mientras le echaba una minuciosa ojeada para cerciorarse de que sus ojos no le mentían y que en verdad iba a poseer a la mujer más bella del mundo, había observado cómo se encogía de miedo y desazón. Así que había percibido cuanto le desagradaba, a pesar de su lindo envoltorio… Y él había tenido razón, después de todo: era guapa pero sumisa y asustadiza. Se cansaría pronto de ella. Le daba dos semanas, si lo que había debajo de ese virginal vestido se acercaba a lo que imaginaba. Pero entonces esos demoledores ojos habían brillado de determinación y pareció que se había… cuadrado, al estilo militar pero con gracia y elegancia, como cabría esperar de toda una dama. De una que se cuadrara. ¡Le estaba haciendo frente! O al menos pensaba hacérselo cuando se enfrentaran, puesto que aún no se habían dicho una sola palabra. La sola idea le produjo un cosquilleo de anticipación, uno que no había sentido en años. Lo espantó de un manotazo.

—Lord Rólagh…

—¿Le ha pegado? —Ella no demostró sorpresa. Sabía que el hematoma tenía un tono entre verdoso y azulado, y que su tamaño era bastante grande y en aquella piel tan blanca era imposible no verlo. Pero no podía admitir tal cosa.

—Por supuesto que no. Tuve un accidente.

—¿Sí? Cuénteme. —En su voz no hubo inflexión alguna, pero su mirada le dijo que no pararía hasta no saberlo todo.

—Mi hermana pequeña tropezó, me empujó y terminé clavándome la punta de la sombrilla de Alexia, que es mi otra hermana. Gracias a Dios, solo quedó en un susto ¿He satisfecho su curiosidad? —preguntó con extrema dulzura.

—Qué rebuscado. ¿Sus hermanas corroborarán esa… historia?

—Por supuesto —murmuró, preguntándose por qué no se le había ocurrido inventárselo antes y haber puesto en antecedentes a los implicados. Esperaba que el marqués no hiciese llamar a las chicas en ese momento para preguntarles.

—¿Tiene mi respuesta, milady? —Ailena parpadeó, sin saber de qué hablaban. Entonces lo entendió y suspiró.

—Estaré encantada de ser su esposa, señoría —contestó como si dijera que prefería ser arrojada al Támesis con una piedra de cincuenta kilos atada a uno de sus tobillos. Javerston se tragó la carcajada que pugnaba por salir de su boca. Se acercó a ella y con cuidado le acarició el moratón. Ella dio un respingo, más por el contacto con el guante de piel que por el dolor, pues él había sido muy cuidadoso, pero aun así suavizó el movimiento.

—¿Te ha obligado de algún otro modo? —inquirió con el tono de voz más dulce que le había escuchado hasta el momento. No supo si fue eso lo que la descolocó tanto o si se trató de que la tuteara sin su consentimiento.

—No —contestó con demasiada rapidez. Y en ese momento sus ojos bajaron hasta el cuello alto del vestido, que le llegaba casi hasta la barbilla, algo inverosímil para el tiempo en el que estaban y en lo que no había reparado hasta ese momento. Sus ojos se entrecerraron mientras un dedo fue bajando con lentitud por su mejilla, su mandíbula… Ella lo detuvo, su respiración estaba agitada y sus enormes ojos lo miraron, llenos de pavor. Ya sabía lo que iba a encontrar, pero aun así le cogió la mano con su izquierda y siguió descendiendo, pasó el dedo por debajo de la tela, dejó el largo cuello al descubierto y con él las marcas verdes oscuras. No se escuchó ni un solo sonido en el estudio aparte del chisporroteo del fuego de la chimenea. Javo miró aquellas huellas en la inmaculada piel durante unos momentos interminables, después la soltó y con las dos manos comenzó a desabrocharle los diminutos botones hasta llegar al hombro—. Por favor… —suplicó ella, incapaz de soportar la vergüenza y el dolor que sentía en el corazón, pero él no se detuvo. Cuando terminó, separó la tela y la dejó caer, y de nuevo los embargó el mutismo, a cada uno por una razón diferente.

—¿Hay más? —preguntó con voz ronca.

—No —susurró.

—Ailena, te desnudaré entera si me obligas…

—¡Lo prometo! Esto es todo.

—¿Todo? Estuvo a punto de matarte. —Lo miró por fin y vio ira, odio y desprecio en cantidades tan grandes y letales que supo que no podría convivir con ese hombre sin desintegrarse en su lava ardiente de dolor y furia.

—No es así. Intentaba convencerme. —Una ceja, negra como la noche, se alzó en respuesta—. Quizá se extralimitó un tanto en el procedimiento, pero no me haría un daño real. —«¿Verdad?» se preguntó, la incertidumbre royendo su conciencia. ¿Y él? ¿Se lo haría una vez que estuvieran casados? ¿Cuando fuera su propiedad? ¿Cuando las leyes lo ampararan? No lo conocía y sin embargo intuía su poder, su crueldad, su carácter dominante, la gelidez que embargaba su corazón, el distanciamiento que había impuesto a los demás… ¿Y si era un monstruo peor que Sebastian? ¿Habría saltado de la sartén para caer en el fuego?

—Sí, ha sido muy efectivo, ¿verdad? —preguntó con ironía.

—No lo he hecho por eso. Quiero marcharme, formar una familia.

—¿Y por qué conmigo y no con cualquiera de tus muchos pretendientes? —No podía decírselo. La amenaza a sus hermanas era clara y resonaba en sus oídos como si su padre estuviera lanzándosela en ese momento.

—No tengo a muchos marqueses en mi cohorte y si tengo que hacerlo —admitió frotándose distraídamente la garganta, inconsciente de cómo ese gesto atrajo la atención del hombre hacia la pálida y delicada piel—, mejor con uno joven, rico y guapo que ya se encuentra en mi puerta, postrado de rodillas. —Alzó las cejas con afectación, retándolo a que lo hiciera. A su pesar, y también con cierta sorpresa, le respondió con una sonrisa. Aquella damisela en apariencia frágil y asustadiza tenía otro lado provocador y temerario que él se encargaría de aplastar con rapidez.

—Entonces supongo que podemos recibir las felicitaciones del conde —dijo dirigiéndose a la puerta.

—¡Milord! —No lo detuvo su llamada, sino la súplica y la inconfundible nota de pánico en su voz. Se giró hacia ella.

—¿Sí?

—Hay algo que desearía pedirle… —Una sonrisa amarga y cruel le cruzó el rostro mientras se apoyaba en la puerta y se cruzaba de brazos, mirándola con los ojos entrecerrados.

—Siempre lo hay.

—No es para mí… —empezó a decir—. O tal vez sí… —se corrigió.

—Ve al grano, querida. Aún tengo que ir a buscar al cura. —Ailena se mordió el labio inferior y, cuando sintió el desagradable sabor de la sangre, cogió aire y se lanzó.

—En cuanto se celebre la boda ¿nos marcharemos de aquí?

—¿Tanta prisa tienes por abandonar tu hogar? —preguntó con gran dosis de burla.

—Imaginé que… ese sería… su deseo.

—Supongo que tendrás que recoger tus cosas.

—Está todo guardado, pero mis hermanas necesitarán algo de tiempo para empaquetar… —Javerston se irguió de golpe, abandonando su postura relajada junto a la puerta de un empujón seco—. Por favor, señoría, debo llevármelas conmigo. Él les hará daño… —Retrocedió un paso al verle los ojos, que llameaban más que el fuego de la chimenea—. No físicamente —se apresuró a añadir, antes de que las grandes manos de su padre alrededor de su cuello se interpusieran a sus palabras—. Al menos, eso creo, pero no puedo dejarlas aquí para comprobarlo. De todos modos, las usará para conseguir sus propósitos, sean los que sean. Y Amarantha solo es una niña… No causarán problemas, lo prometo. Ninguna lo haremos… —Javo miró aquellos estanques azules llenos de lágrimas que corrían libres por sus pálidas mejillas y por primera vez en años se sintió perdido ¿Que no causarían problemas? ¿Tres mujeres bajo el techo de un calavera recién casado? Por Dios, en cuanto sus amigos les echaran el ojo su vida sería un infierno. Porque daba por descontado que las otras dos serían más o menos iguales que su hermana en cuanto a belleza y carácter. La imagen del hada corriendo escaleras abajo en el vestíbulo tres días atrás apareció de repente, pinchando su conciencia ¿De verdad podía dejarlas con aquel bastardo, cuando en pocos días docenas de acreedores aporrearían su puerta reclamando cuentas que no podría pagar, las insultarían al pasar por la calle, incluso intentarían aprovecharse de ellas solo porque ya no tendrían dinero? Había pensado que sí, muy seguro de su temple, pero al mirar a la que en unas horas sería su esposa, supo que le faltaba coraje para hacerle eso. Y mirándolo desde otro ángulo, esa era una jugada aún más buena de la que había imaginado. Tendría en su poder a las tres hijas de su odiado enemigo en lugar de solo a una, según su plan original—. Milord…

—Llámame Javerston —exigió con voz cortante. Ella asintió—. Está bien. Diles que se preparen, pero cuando escuche «Os declaro marido y mujer» nos marcharemos de aquí con lo que hayáis podido reunir.

—Gracias —susurró, demasiado embargada por la emoción para decir nada más. Una vez más uno de los dedos del marqués se deslizó por su mejilla, secando sus lágrimas, y bajó muy despacio por la esbelta línea de su cuello. Cuando hizo el camino de vuelta, sus hábiles dedos fueron abrochando los pequeños botones hasta que dejó todo de nuevo en su sitio, ocultando una sórdida historia que ninguno de los dos deseaba que se conociera. Entonces se apartó, y se dirigió a la puerta. Cuando estaba a punto de abrirla la miró por encima del hombro, su elegante y artístico recogido en lo alto de la cabeza, su llorosa cara de porcelana, incluso su magnífico vestido de muselina y pedrería, con aquel corpiño ajustado y los metros y metros de faldas bordadas.

—¿Blanco? —preguntó con curiosidad. Ella sonrió, tímida, pero fue como si el sol saliera en aquella estancia tan oscura y masculina.

—Bueno, uno solo se casa una vez —explicó con dulzura. Sin embargo, los rasgos de él se endurecieron, convirtiéndose en granito.

—¿De veras? Supongo que algunos lo hacen.



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